Columna publicada el martes 21 de diciembre de 2021 por El Mercurio.

Latinoamérica, un continente atravesado por múltiples tragedias y miserias, ha estado sin embargo a salvo de uno de los traumas que asoló a Europa: las guerras de religión. Esas guerras constituyen aún hoy algo así como el mito fundacional del mundo moderno, el mal supremo que se busca evitar. En contraste con ellas, las querellas religiosas y antirreligiosas de nuestro continente y de nuestro país parecen de una envergadura muy menor. Por momentos ha prevalecido la influencia cultural católica, en otros periodos han primado proyectos seculares o secularistas. Pero, con todos los matices que se quiera y con avances importantes en el camino, desde sus inicios Chile ha logrado ser en esta materia un país plural.

Ese sencillo hecho histórico debe ser tenido en mente al considerar la pregunta levantada por Agustín Squella en este mismo espacio. En su columna “Dios y la Constitución”, plantea como importante definición constitucional la cuestión del Estado laico. Hoy, después de todo, nuestra Constitución simplemente garantiza la libertad religiosa y la libertad de conciencia, sin calificar al Estado de modo alguno. ¿Debe eso cambiar? El profesor Squella tiene razón, desde luego, en que la futura Constitución no lo declarará confesional ni antireligioso; tampoco será vagamente religioso y, por tanto, pareciera solo quedar la alternativa de considerarlo “laico”. ¿Pero contamos con alguna razón poderosa para buscar tal definición? ¿Es el silencio del actual texto constitucional un “quitarle el bulto” a la cuestión?

En gran medida, tras la definición del Estado como laico se encuentra la trasnochada pretensión de neutralidad. Al unir esos dos conceptos –laicidad y neutralidad–, una parte de nuestra tradición liberal ha tenido por costumbre volverse ciega a sus propias doctrinas o visiones. Al tratar éstas como neutrales, pasa de contrabando su propia visión de mundo como si esta fuera un mínimo neutral en torno al que todos nos podemos encontrar. En esta discusión parece de elemental honestidad evitar puntos ciegos como éste.

Por otra parte, como bien hace notar el mismo Squella, esta discusión tiene aterrizaje práctico muy concreto. El Estado laico así concebido es uno que pretende ser respetuoso de la libertad religiosa, pero que al mismo tiempo deja de prestar sustento o apoyo desde el punto de vista de los recursos públicos a instituciones de inspiración creyente. Esto repercute de múltiples modos sobre la vida de las personas, pero en nada de modo tan manifiesto como en la educación subvencionada. Y aquí surgen preguntas de primer orden. Los ciudadanos creyentes, después de todo, sostienen con sus impuestos el actuar del Estado, tal como el resto de la ciudadanía, y pueden razonablemente esperar que sus proyectos, como otros, puedan contar con el apoyo de recursos estatales. No hay que extrañarse de que también en países que han vivido fuertes procesos de secularización –Francia, Holanda, entre otros– ese derecho fundamental siga en pie. En último término, se juega aquí precisamente la idea misma de una sociedad civil activa.

Nada sugiere, entonces, que necesitemos una definición nueva del Estado en esta dimensión. El Estado “laico” sería tan descaminado como el confesional. Si Chile ha logrado una convivencia pluralista entre muy dispares convicciones últimas, la escueta definición que la ha permitido parece más bien un bien a resguardar, por perfectible que sea el modo en que se describe y protege la libertad de las conciencias. Esa definición ha ido de la mano de un consenso en torno al carácter eminentemente secular de las tareas del Estado, algo que ninguna tradición política o religiosa del país pone en duda. Si ese Estado sigue sabiendo relacionarse con las distintas tradiciones religiosas, sin privilegios arbitrarios y al mismo tiempo tratándolas como agentes relevantes de nuestra vida en común, tendremos todos una razón para estar orgullosos.