Columna publicada el 10.07.18 en El Líbero.

Recuerdo vivamente mi reacción cuando, dieciocho años atrás, el papa Juan Pablo II convocó a una “Jornada del perdón”. La Iglesia Católica pediría perdón por pecados y crímenes de diverso orden y respecto de distintos grupos. Como protestante, yo era parte de uno de esos grupos, pero esta petición de perdón me parecía completamente fuera de lugar. Siempre había detestado el victimismo de quienes siglos después siguen esperando que les pidan perdón. Pero además el perdón me parecía una cosa individual: si Juan Pablo II no había estado en la masacre de san Bartolomé, no tenía por qué disculparse.

Las discusiones en torno a aquel perdón colectivo se me han venido a la mente durante los últimos días, con motivo de la discusión en torno a la objeción de conciencia institucional. Después de todo, uno de los argumentos recurrentes ha sido que no puede haber tal objeción porque las instituciones no tendrían conciencia. No me puedo sorprender demasiado ante tal reacción, si es la que alguna vez tuve yo mismo ante el perdón papal. Pero aunque no puedo trazar el proceso por el que fui cambiando de convicción, hoy me parece claro que hay buenas razones para reconocer en los grupos tanto la capacidad de disculparse como la de objetar. Y el perdón –tan necesario hoy como dieciocho años atrás– es de los casos más ilustrativos. Después de todo, frases como “la Iglesia debe pedir perdón” son un ejemplo elocuente de afirmaciones que, siendo verdaderas sobre un cuerpo, no lo son necesariamente sobre cada uno de los individuos que las integran.

Todo indica que esa convicción la comparten hoy, sin siquiera advertirlo, también los críticos de la objeción de conciencia institucional. Después de todo, durante la interpelación al ministro Santelices, el slogan del Frente Amplio (FA) fue que “las instituciones privadas no tienen conciencia, sólo intereses”. De modo que, repentinamente, también ellos aceptaban que el lenguaje antropomorfo es apropiado para referirse a las instituciones, que les podemos atribuir intenciones, planes y juicios. Sólo que, como privadas que son, el FA imagina que se puede reducir todas esas disposiciones a intereses. Una lástima por todos los ingenuos que les siguen exigiendo conciencia social o conciencia ecológica.

Nadie menos que Tocqueville –algo más generoso que nuestra nueva izquierda– había usado ese lenguaje antropomorfo al describir a las asociaciones como “personas aristocráticas”. Su punto con tal expresión es que la pertenenencia a un grupo le da voz política real –como la de los viejos aristócratas– a sus miembros. Una asociación es “un poder que se ve de lejos y cuyas acciones sirven de ejemplo, que habla y que es escuchado”. Con una robusta sociedad civil se tendría, en otras palabras, las ventajas –pero sin las desventajas– de la vieja aristocracia. No en vano los pluralistas ingleses de principios del siglo XX –como Figgis o Laski– hablaban de la “personalidad real” de las asociaciones, de reconocerles “una mente y una voluntad propias”. Se trata de la antítesis perfecta de la posición según la cual, para hacer una contribución a la vida pública, una institución debe en realidad adoptar la personalidad del Estado.

La desprolijidad de forma que la Contraloría objetó al último protocolo sobre esta materia (apuntando que el asunto debía ser regulado por un reglamento y no por un mero protocolo) dejaba espacio suficiente al gobierno para rechazar los excesos de este organismo respecto del fondo. Pero eso supone comprender la magnitud de lo que está en juego. Y, pese a todas las diatribas que en su minuto se enunciaron contra “el otro modelo” y el programa de Bachelet, no parece haber en La Moneda conciencia de la profundidad de esta disputa.