No se puede entender el fenómeno del crimen organizado sin asumir, al menos en parte, la existencia de protección estatal a los grupos criminales.
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La crisis de seguridad se ha intensificado en las últimas semanas a raíz de los casos de narcotráfico al interior de las Fuerzas Armadas. Se trata de un golpe duro, tanto en el plano político como social, especialmente considerando que muchos han propuesto que estas instituciones encabecen la lucha contra el crimen organizado. Estos hechos dejan en evidencia que la situación es mucho más compleja de lo que parece y que, ante una coyuntura como esta, no existen soluciones fáciles ni balas de plata.
En este contexto, los discursos de “mano dura” -de perseguir a los delincuentes con “toda la fuerza del Estado” y encerrarlos-, que han permeado las propuestas de casi todos los candidatos presidenciales, corren el riesgo de volverse ajenos a la realidad. Esta retórica se sostiene en una visión simplista de nuestro entorno, en la que el aparato estatal representa al bien y cumple siempre un rol positivo a nivel social: es el que persigue a los malos y pone orden. Y claro, existen actores que ejercen una violencia brutal, que extorsionan, matan y destruyen comunidades. Pero como han demostrado los hechos de las últimas semanas, la realidad no parece tan sencilla, pues el Estado no siempre es el bueno de la película. También puede corromper, cooptar, delinquir y traficar, muchas veces en asociación con las bandas criminales.
Esto no solo lo demuestra la experiencia chilena reciente, sino también la abundante evidencia comparada en América Latina. En el caso argentino, Javier Auyero y Katherine Sobering han propuesto la noción de “Estado ambivalente” para describir situaciones en que el Estado hace cumplir y, al mismo tiempo, quiebra la ley. En el caso mexicano, Sandra Ley y Guillermo Trejo sostienen que las organizaciones criminales solo logran reproducirse en “zonas grises”, donde conviven y cooperan agentes estatales y criminales. La conclusión que se desprende de estos estudios -y en la que la gran mayoría de los expertos en el tema parecen coincidir- es clara: no se puede entender el fenómeno del crimen organizado sin asumir, al menos en parte, la existencia de protección estatal a los grupos criminales.
Esto implica reconocer los límites del Estado y actuar en consecuencia. Ignorar esta realidad puede tener costos demasiado altos. Aunque aún estamos lejos de un escenario así, el caso mexicano resulta especialmente ilustrativo. Uno de los carteles más brutales de la actualidad -los Zetas- se formó a partir de exmilitares que desertaron de las Fuerzas Armadas y terminaron creando su propia organización criminal. La magnitud de recursos, conocimientos tácticos y acceso logístico que puede alcanzar una banda con vínculos directos con el aparato estatal es inmensa, y sus consecuencias pueden ser profundamente desoladoras.
Por eso, desplegar a las Fuerzas Armadas en el territorio sin la preparación adecuada para enfrentar a bandas criminales puede convertirse en el caldo de cultivo para dinámicas altamente corrosivas. Es fundamental anticiparse a estos riesgos y diseñar respuestas institucionales que no solo apunten al control, sino también a la contención de posibles efectos perversos del involucramiento militar en tareas de seguridad interna.
Esta lógica puede extenderse al conjunto del Estado, no solo a las Fuerzas Armadas: ningún estamento está a salvo de la cooptación por parte del crimen organizado. Municipios, jueces y fiscales también son vulnerables. Aunque todos cumplen funciones esenciales, el caso de las autoridades locales resulta particularmente preocupante. No hace falta ser demasiado perspicaz para advertir que, si estos problemas ya se manifiestan en instituciones tan estructuradas como las Fuerzas Armadas, es muy probable que hoy existan decenas de municipios bajo algún grado de control criminal. La cooptación de un municipio -y de sus funcionarios- es sencilla y de bajo costo para una organización criminal. Basta ver lo que ocurrió en San Ramón hace algunos años o las noticias que aparecen cada cierto tiempo de funcionarios municipales en distintos lugares vinculados al crimen organizado (San Felipe, Camiña, Quinta Normal, Recoleta, etc.).
Este es un argumento importante frente a quienes proponen, por ejemplo, dotar a los guardias municipales de armas y traspasar funciones de seguridad a los gobiernos locales. Sin los resguardos necesarios, medidas de esta naturaleza pueden terminar facilitando nuevas formas de penetración criminal en el Estado.
Los hechos de los últimos días demuestran que, en esta discusión, los grises son cada vez más evidentes. Hay que saber administrar las expectativas, porque frustrarlas será demasiado fácil. El margen de tolerancia en una ciudadanía cansada es cada vez más estrecho.