'La denuncia corre el riesgo de tratar la discusión pública como si solo tratara de hechos, y no de hechos cruzados con nuestras nociones de lo justo y lo injusto'.
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'En contextos de campaña, la desinformación aumenta muchísimo', comentaba esta semana la ministra Vallejo en una entrevista radial. La ministra está de regreso, y con ella uno de sus temas favoritos. No es raro que lo sea, por cierto, pues se trata de una preocupación con la que, en principio, cualquier ciudadano puede entroncar. Si la mentira corroe la comunicación humana, su difusión masiva vuelve simplemente imposible una vida política digna de ese nombre. Y no es solo la salud de la política o de la democracia lo que está en juego, sino el elemental respeto por la verdad.
Hasta ahí puede hablarse de una preocupación pertinente. Pero hay muchas razones para mirar con escepticismo estas denuncias de desinformación. En primer lugar, porque también los gobiernos desinforman, y no solo las agencias de campaña. Ese dato, de importancia, colosal se escapa al discurso de la ministra. Además, ocurre que no sabemos tanto del efecto de la desinformación. Uno puede tener certeza palpable de que ella circula, sin por eso saber cuán decisivo es su efecto. ¿Vota la gente a causa del meme absurdo que circula? ¿O lo comparte como parte de las dinámicas necias de los periodos electorales, sin que eso determine su voto? Se trata de una pregunta relevante para nuestra izquierda, cuya parte más dura aún quiere explicar su traumática derrota en el proceso constituyente por la mera desinformación. Otra razón para mirar con distancia la obsesión de la ministra es la dificultad para identificar algo como desinformación.
Existen afirmaciones palmariamente falsas, desde luego. Pero también está ampliamente registrado que se denuncia como desinformación hechos incómodos (en la discusión sobre inmigración), o hechos que se percibe como potencialmente dañinos (en la discusión sobre transexualidad). Como si esto fuera poco, la denuncia de desinformación corre el riesgo de tratar la discusión pública como si solo tratara de hechos, y no de hechos cruzados con nuestras nociones de lo justo y lo injusto. Si acabamos creyendo eso, nos quedamos con hechos tal vez verdaderos, pero al costo de empobrecer nuestro debate. Y por último, está el sencillo riesgo de que el fantasma de la desinformación sirva no solo para acallar, sino para justificar el intervencionismo electoral. Si aparecen críticas al gobierno que este considere desinformación, nos advierte la ministra, 'vamos también a enfrentarlo desmintiendo'. En la pulcritud con que para esos efectos se defina la desinformación se revelará si estamos ante una genuina preocupación por la comunicación y la verdad. El historial previo del oficialismo, con todo, no es muy auspicioso.