Menos matrimonios, menos nacimientos y más hogares unipersonales son síntomas de un mismo fenómeno: la dificultad contemporánea para sostener vínculos de dependencia duraderos en un entorno que exalta la autonomía, pero ofrece escasos apoyos para la vida compartida.
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La reciente Encuesta Bicentenario UC 2025 revela un dato inquietante: nunca tantos chilenos se habían sentido tan solos. Un 48% declara haber experimentado soledad en la última semana, cifra que se eleva al 60% entre quienes viven solos; al 57% entre los hombres; 43% entre los adultos mayores, y a un preocupante 62% en los jóvenes de entre 18 y 24 años. El fenómeno se complejiza si se considera, además, que los hogares unipersonales se han triplicado en 25 años y hoy representan el 22% del total. Cada vez más chilenos viven —y también envejecen— sin compañía cotidiana.
La soledad tiene raíces múltiples. Desde hace años los estudios muestran que somos un país de pocos amigos, de escaso trato vecinal y mínima participación comunitaria. Apenas una minoría forma parte de organizaciones, clubes o grupos estables. A esto se suma el encierro creciente en las pantallas, la virtualización del tiempo libre, las crecientes distancias y un intenso ritmo urbano que deja poco margen para el encuentro.
Pero quizás su causa más profunda esté en la crisis de la familia y de las relaciones de pareja. En una sociedad donde los vínculos se han vuelto más frágiles y las expectativas sobre ellos, más altas, formar y sostener un proyecto común parece cada vez más difícil. No sorprende, entonces, que haya aumentado la soltería, que los matrimonios se hayan desplomado y que las cifras de divorcio se mantengan elevadas. Y la caída de la natalidad acentúa el fenómeno: menos hijos, menos hermanos, menos primos y nietos y menos lazos que tejan red.
En apenas una generación, el paisaje familiar chileno cambió radicalmente. Donde antes había tres o cuatro hijos y una decena de primos, hoy muchas familias tienen uno solo; y muchas, ninguno. Las grandes mesas que reunían a padres, hermanos, abuelos, tíos y sobrinos han ido desapareciendo. Lo que alguna vez fue una red densa de vínculos y reciprocidades se reduce ahora a pequeños núcleos domésticos, o incluso a individuos completamente aislados. La familia extensa —esa trama de apoyo económico, moral y social tan propia de nuestra idiosincrasia— se encoge sin que nada equivalente tome su lugar.
Este proceso tiene efectos silenciosos pero profundos. Con familias más pequeñas y fragmentadas, aumentan las exigencias sobre cada vínculo: cada hijo carga expectativas mayores, cada pareja se vuelve casi el único sostén emocional del otro. Cuando esas relaciones fallan, no hay muchos otros a quienes recurrir. Y en un país con baja formación de parejas y persistente inestabilidad, y con cada vez menos descendencia, la soledad deja de ser una excepción para convertirse en una experiencia generacional.
Como ha señalado el ensayista norteamericano David Brooks, hemos hecho la vida más libre para los adultos, pero más inestable para las familias; mejor para los individuos, pero peor para los niños. Las grandes familias extendidas —con sus claroscuros— ofrecían una cierta redundancia afectiva y de cuidado: si un vínculo fallaba, otro sostenía. Hoy, en cambio, basta un quiebre para que toda la red se desarticule, afectando a sus miembros más vulnerables. Los hijos dejaron de ocupar un lugar central en el proyecto vital de muchos, y los padres y abuelos —figuras de continuidad y apoyo— quedaron sin espacio claro en el nuevo modelo.
Así, la era de la “gran familia”, usando el concepto de Larissa Lomnitz, como unidad de sociabilidad y solidaridad básica, que históricamente había caracterizado a la cultura chilena y a la latinoamericana, parece estar entrando en crisis. Menos matrimonios, menos nacimientos y más hogares unipersonales son síntomas de un mismo fenómeno: la dificultad contemporánea para sostener vínculos de dependencia duraderos en un entorno que exalta la autonomía, pero ofrece escasos apoyos para la vida compartida.
Tal vez la soledad que hoy reflejan las encuestas sea, en el fondo, el eco íntimo de esa pérdida: el precio silencioso de haber reducido la familia —y con ella, la vida en común— a un espacio cada vez más pequeño, más frágil y más solitario.



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