Columna publicada el martes 13 de septiembre de 2022 por La Tercera.

1. Tengo la expectativa de que el Rechazo triunfante no tratará al Apruebo derrotado como
ellos trataron a los perdedores en la Convención. La magnanimidad democrática, esa que
le advierte a todo bando ganador que mañana le tocará perder y le prohíbe patear la
escalera, es la que tiene que salir ganando. Pero para eso debemos tratar de sacar
lecciones de todo lo ocurrido. Aquí dejo las mías.

2. El proceso es parte de los resultados. La mayoría de las personas, razonablemente,
considera que los medios anticipan y explican los fines. Al adquirir la Convención la forma
de una trifulca facciosa e indigna, ese juicio fue trasladado a su producto, el proyecto
constitucional. Va contra toda intuición, aunque sea lógicamente posible, defender que un
proceso indecoroso y ruin puede producir un texto virtuoso. Esa fue la ilustrada apuesta
del Apruebo: olvide la Convención, lea el texto. Sin embargo, dicha apuesta ignora dos
cosas: la primera es el hecho de que existía una expectativa popular respecto a la eficacia
simbólica de la Convención misma: ella debía operar terapéuticamente sobre un cuerpo
social dañado. Mostrar decoro, moderación y grandeza de espíritu era uno de los
productos esperados, tanto o más importante que el texto final mismo. Lo segundo
ignorado es que el texto propuesto sí refleja el hecho de haber sido redactado por una
caterva pendenciera: en vez de unidad, casi en cada uno de sus ejes lo que hace es una
repartija entre activismos localistas. El sistema político propuesto –el corazón de una
Constitución- es, y lo reconocieron sus propios redactores, una superposición de
demandas incoherentes, pues no lograron ponerse de acuerdo. Eso, sin mencionar la
horrorosa redacción del documento, que acompañaba cada definición legal de un tren
interminable de adjetivos, varios de ellos incomprensibles para alguien ajeno a las
facultades de estudios culturales norteamericanas. Así, si bien es lógicamente posible que
las características de un proceso no se traspasen al producto de dicho proceso, éste no fue
el caso: la propuesta constitucional se parece a la Convención.

3. La Convención no se parecía a Chile. Dentro de un análisis en general acertado, en esto se
equivocó Juan Pablo Luna. La idea de una representación vicaria, según la cual alguien que
pertenece a un conjunto social determinado es el mejor representante de los deseos e
intereses de ese conjunto social fue refutada en la práctica. La foto de la Convención
quizás se parecía a Chile en el mismo sentido que las presentaciones escolares que
recogen todos los bailes y vestimentas buscan representarlo, pero esa dimensión estética
no tiene eficacia política. Esto fue destacado con precisión por Felipe Schwember, y
resumido por Valentina Verbal usándose a sí misma como ejemplo: “yo no tengo por qué
asumir que alguien, por ser transexual, es quien mejor me representa”. Los seres
humanos, especialmente en las sociedades modernas, somos núcleos complejos de roles,
identidades y expectativas. No se puede pretender reducir toda esa complejidad a una o
dos características. El corporativismo identitario está en abierta tensión con el principio democrático y, en este caso, se demostró mucho menos capaz de articular una
representación efectiva.

4. El caso más escandaloso respecto a lo anterior fue el indígena. Bajo la influencia del
principio de representación vicaria, se asumió que daba lo mismo si los representantes
indígenas efectivamente tenían llegada con los pueblos que alegaban representar. Así, no
se estableció ninguna exigencia de porcentaje de votos para conquistar los escaños
reservados, siendo electos la mayoría de esos convencionales con porcentajes ínfimos en
relación al padrón de su propia etnia. Haber pasado esto por alto este asunto tiene
evidentes connotaciones racistas, al imaginar a los pueblos indígenas prácticamente como
homogeneidades orgánicas, donde cualquier parte es siempre representativa del todo. La
fallida consulta indígena realizada por la propia Convención era la segunda alarma, luego
del bajo porcentaje de votos. Nadie la escuchó. La derrota abrumadora de la propuesta en
todas las comunidades con alta población indígena, salvo Isla de Pascua, muestra que el
etnonacionalismo representado por los convencionales no tiene asidero real en el mundo
indígena chileno. Las palabras de desprecio contra su propia gente de Natividad Llanquileo
y el paseo por París de Elisa Loncón vinieron a confirmar lo que ya se veía de lejos: el
activismo indígena que llegó a la Convención tiene mucho más calado internacional, en los
aparatos del buensalvajismo primermundista, que local. Hay una élite indígena con ganas
de operar como mediadores entre Estado chileno y pueblos, acaparando los beneficios de
dicha mediación, pero su plan falla en lo más básico: tener algún apoyo en dichos pueblos.
Quizás es un buen momento para hacernos cargo, como país, de observar la realidad de
nuestros pueblos indígenas, en vez de asumir que es la misma que la Maorí o Inuit, sólo
porque admiramos a Nueva Zelanda o Canadá. Los antropólogos chilenos, hasta ahora
secuestrados por el activismo indigenista o temerosos de llevarle la contra a la élite que
acaparó la Convención, podrían ser de utilidad en ese ejercicio.

5. Chile tiene una identidad nacional e institucional. No es obvio querer desmontarla.
Ñuñoístas y octubristas parecían de acuerdo en que nuestra historia nacional es nada más
que una miserable sucesión de despojos y abusos, sin nada que rescatar. Algo lógico si se
mira Chile desde los libros del nihilista Gabriel Salazar o el cretinista Jorge Baradit. Luego,
todo cambio radical respecto a esa tradición les parecía obvio, básico, indiscutible y un
mínimo. Ese tono autoritario, a ratos hasta cogotero, hizo nata en la Convención. Pero
desmontar nuestro Estado unitario, que fue tempranamente capaz de poner una escuela,
una posta, un retén y un puesto de correos en los lugares más recónditos del país (algo de
lo que hasta anteayer la izquierda estaba muy orgullosa), así como disolver nuestro
nacionalismo republicano, que siempre se asumió mestizo y vaciado de exclusiones
étnicas, es algo tan extremo y radical como el acto de “Las indetectables”. Nunca se
presentaron argumentos sólidos para defender este giro radical, y fue una de las grandes
razones por las que triunfó el Rechazo (en el mes de la patria, además).

6. La idea misma de cambiar la Constitución nunca fue una prioridad popular. Buena parte de
la pólvora detrás del estallido social de 2019 es un desajuste entre estructura social y
estructura institucional que deja a nuestras clases medias en tierra de nadie: demasiado
pobres frente al mercado y demasiado ricas frente al Estado. Todo el mundo sabe que
derechos de papel no iban a resolver esta situación, pero se vio en el proceso
constitucional una forma de poner a las élites de acuerdo en el ritmo y dirección de los
cambios necesarios. Sin embargo, ganó la polarización elitista, inutilizando el proceso.
Ahora será mucho más difícil convencer a la población de seguir con el proceso
constitucional, especialmente por la vía de otra convención, ya que el mecanismo condujo
al fracaso, y se asume que repetir un esquema similar llevará a los mismos resultados. La
magnitud de la farra de los convencionales es difícil de conmensurar, especialmente el
daño hecho a las causas de la izquierda. Sin embargo, los convencionales responsables de
este año esquivarán el bulto: si fueran capaces de examinar críticamente su propia
conducta y hacerse responsables de ella, no habrían actuado como actuaron en la
Convención. La indecencia en la derrota de Baradit, Stingo, Bassa, Llanquileo, Atria y
tantos otros simplemente es el epílogo de la obra indecente que desplegaron como
convencionales.

7. Algo que debería ser dejado de lado, junto con la “democracia radical” schmittiana que
convierte a los adversarios en enemigos, es el cuento de “terminar con el neoliberalismo”.
Es un paraguas eficaz para articular todos los pequeños activismos de izquierda, pero
resulta mentalmente paralizador y políticamente elitista. Carlos Peña siempre tuvo razón
en recalcar la legitimidad de la experiencia vital de las clases medias salidas de la pobreza
durante el proceso de modernización capitalista (eso que ustedes llaman “subjetividad
neoliberal”). Una izquierda que siga negando esa legitimidad y tratándolos de pobrecitos
brutos alienados que requieren ser salvados desde arriba no tiene ningún destino. Lo
mismo que una derecha que les demande abnegación, sumisión y casi que gratitud por
tener zapatos y televisor. Estas dos formas de paternalismo deben ser desterradas de
nuestra política. Algo clave, en mi opinión, para terminar con la batalla campal entre élites
que tiene paralizado al país es que todos sus miembros se den cuenta de que este proceso
no se trata de ellos, sino que se trata justamente de que todo deje de tratarse de ellos. Los
miembros de las nuevas clases medias empujan por ser los grandes protagonistas de sus
propias vidas, lo que exige ciertas seguridades y soportes vitales. Toda la épica
aristocrática y elitista de derechas e izquierdas debe agacharle el moño a esta demanda. A
nuestra generación le toca apoyar el despliegue de una sociedad de consumo más
democrática. Nada más y nada menos.

8. Como sea que continúe el proceso constitucional será clave que sus actores se fijen a sí
mismos el deber de actuar con decoro y amistad cívica en el espacio público. Si necesitan
pelear, que lo hagan en privado y sin filtrarlo a la prensa. Le deben al país un proceso y un
texto al que todos podamos y queramos ser leales. Si eso lo hace escueto y breve, tanto
mejor. Lo bueno, breve, es dos veces bueno. En paralelo a dicho proceso, eso sí, es también necesario comenzar a construir diagnósticos y acuerdos transversales respecto a
la nueva etapa sociodemográfica que enfrenta Chile. Si los exitosos 90 y 2000 se trataron
de superar la pobreza, todo indica que los 2020 y 2030 deberían dedicarse a la
consolidación de las clases medias. Y eso exige mejorar y ampliar tanto la oferta estatal
como la privada respecto a esos grupos. Un nuevo pacto de clases necesita una nueva
tregua de élites en torno a objetivos nacionales estratégicos. Estamos en los descuentos
para forjar una, pero el Rechazo abrió la puerta a su posibilidad.