Columna publicada el lunes 6 de junio de 2022 por La Segunda.

“En comparación con la historia de Chile, fue un caso extremo nunca antes visto de concentración de poder”. Así describe el historiador Joaquin Fermandois el apetito autoritario de Augusto Pinochet y sus consecuencias. No es casual, entonces, que desde el triunfo del No —más aún: desde el Acuerdo Nacional de 1985— el sistema político haya apuntado a evitar tal concentración. Con más o menos celeridad, con logros y trabas, esa ha sido la tónica desde las reformas de 1989. Hasta ahora: hasta el borrador que propone la Convención.

Es una ironía del destino que un proceso hijo de la nueva democracia posdictadura, y cuyos líderes se jactan a diario de su origen democrático, atente a tal nivel contra el equilibrio de poderes propio de nuestra república. Como han advertido diversas voces, los peligros no se reducen a los groseros DFL de implementación planteados, sino que coexisten en varios niveles. Desde el todopoderoso Congreso plurinacional de diputadas y diputados —un espejo de la Convención— hasta el debilitamiento del Poder Judicial y los órganos autónomos. Basta pensar en la precariedad de un TRICEL sujeto a un Consejo de la Justicia expuesto a la captura política (y también plurinacional). ¿Error u horizonte buscado?

Tanto o más inquietante son las amenazas contra el disenso político y la vigencia de ciertas libertades básicas. Hay ejemplos evidentes e inéditos, como un derecho constitucional al aborto consagrado en paralelo al rechazo de toda —sí: toda— objeción de conciencia. Y hay casos menos visibles, pero gravísimos, como la brutal desprotección de la educación particular. Más allá de las palabras de buena crianza, se desconoce el derecho preferente de los padres en este ámbito; se ignora la histórica provisión mixta; pende de un hilo el financiamiento de los colegios subvencionados; se declara que lo público es sólo lo estatal, y así. Salvo para los pueblos originarios. Lo que se garantiza para ellos con razón —educar libremente en su cosmovisión— no se asegura para el resto de los chilenos. ¿Por qué?

En este cuadro, se dice que la centroderecha tiene la palabra de cara a la disyuntiva del 4 de septiembre. En parte es así: ese sector debe hacer todo lo posible para favorecer acuerdos transversales que le den continuidad al cambio constitucional. Pero esos acuerdos suponen también valentía y sentido de Estado de líderes de centroizquierda, dispuestos a retomar abiertamente la mejor herencia de Patricio Aylwin y todos aquellos que dijeron No en 1988. Porque el plebiscito (¿cómo no verlo?) es también sobre los 30 años y sus frutos. Y si la Convención mostró que las puertas del autoritarismo pueden abrirlas distintos grupos, cerrarlas exige un renovado y transversal reencuentro de los demócratas.