Artículo escrito por María José Navia y publicado en la revista Punto y Coma.

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Se ha vuelto un lugar común citar a la Virginia Woolf (1882-1941) de Un cuarto propio (A room of one’s own, 1929). Citar, con más o menos precisión, eso de que, para que una mujer pueda escribir, debe tener un lugar. Se cita menos que a eso debe agregársele el dinero, la independencia económica. Y lo que aún menos gente recuerda es la importancia de que esa habitación pueda cerrarse con llave. Para Woolf, una mujer puede escribir siempre que no la interrumpan, y el problema es que a las mujeres las viven interrumpiendo. Su tiempo no es propio, y esto puede engendrar mucha rabia que luego envenena sus obras (algo que Woolf creía que le había sucedido a Charlotte Brontë).

La literatura crece, sí, a puertas cerradas y en un tiempo protegido.

Sin embargo, la de Virginia Woolf es una literatura de puertas abiertas. Y ahí, me parece, radica su belleza. Ahí y en sus personajes femeninos hermosos, complejos, contradictorios. Esas mujeres que, desde su primera novela, Fin de viaje (The Voyage Out, 1915) parecen no poder encontrar su lugar en el mundo. En ella vemos a Rachel, una joven sin madre a bordo de un barco de carga, junto a un grupo de tíos y amigos de alta sociedad (también los Dalloway, quienes hacen allí su primera aparición en la obra de la autora) rumbo a una Sudamérica fantasmal y que se siente más cómoda junto a un piano que, al tocarlo, la hace imaginar que va construyendo ciudades en el aire. O Katherine, quien protagoniza Noche y día (Night and Day, 1919), su incomprendida segunda novela (y la menos woolfiana de sus obras). Aquí se siguen los destinos de dos mujeres fuertes: una, enamorada, antes que todo, de las matemáticas y sus fórmulas (Katherine); la otra, apasionada por su trabajo y el apoyo a la causa de los derechos de las mujeres (Mary). Una que se decide por el matrimonio y otra que apuesta por su independencia. Las dos opciones de vida que ella misma intentó conciliar en su relación con Leonard Woolf, su esposo, con quien luego fundó la editorial Hogarth Press.

Las novelas de Woolf son camaleónicas y difíciles de catalogar. La propia autora, en sus diarios (que recomiendo siempre con entusiasmo, especialmente la compilación El diario de una escritora (A Writer’s Diary), en la cual Leonard reunió todas las entradas de los múltiples cuadernos de su mujer en los que se refería a su propia escritura) las va bautizando como elegías (El cuarto de Jacob, Al faro) o poemas teatrales (Las olas). Y es que Woolf, quien en su brillante ensayo Modern Fiction se queja del realismo clásico, aboga por una literatura que se haga cargo de la belleza del caos y de las mil impresiones que nos asaltan a un mismo tiempo, día a día, como la vida en la ciudad moderna.

Woolf aboga por una literatura que se haga cargo de la belleza del caos y de las mil impresiones que nos asaltan a un mismo tiempo, día a día, como la vida en la ciudad moderna.

Es este vértigo moderno el que retrata tan bien La señora Dalloway (1925), la novela en que aparece la hospitalidad como una fuerza y gesto ético poderoso en el que quisiera detenerme. Porque en todas las novelas de Virginia Woolf hay un rol que persigue a las heroínas como un fantasma: el de anfitriona. Para algunas es un castigo, mientras que para otras un ideal de belleza. La misma Virginia siempre envidió a su hermana, Vanessa Bell, por su capacidad de conjugar su carrera artística con una vida social agitada y, además, dedicarse a su familia y a sus hijos. Woolf, por su parte, sufría de desórdenes alimenticios y problemas de salud mental, y por largos períodos tuvo que escribir desde su cama y en tandas de una hora de escritura diaria.

Pero volvamos a Virginia. Quien, después de escribir El cuarto de Jacob (Jacob’s Room, 1922), un libro raro donde comienza a probar corriente de conciencia —que se volvería algo así como una marca de autoría— y donde se atreve a explorar el tema de la muerte de su hermano Thoby, encuentra al fin su ritmo, su voz. Y ahí tenemos a La señora Dalloway (1925), esa gran anfitriona que quiere hacer una fiesta, y a Septimus Smith, un soldado que sufre de estrés postraumático severo y que viene volviendo de la Primera Guerra. Y es en ese gesto, a primera vista frívolo, donde se esconde la inmensa belleza de Woolf: ese abrir las puertas a todo y a todos; al amor, a lo inesperado, a las interrupciones, al dolor, e incluso a la muerte. Todas las vidas y muertes que guarda un día. Y, si bien hay críticos que acusan a Woolf de no hacerse cargo de la historia ni del legado colonial e imperial de Inglaterra, lo cierto es que, al abrir sus puertas, entran también en sus novelas los ecos de esas guerras, a veces a gritos, a veces murmurando.

Hay en La señora Dalloway una cumbre y una forma de enfrentar el mundo y la pérdida. Una realidad que a Woolf nunca le fue ajena: perdiendo a sus padres a muy temprana edad y quedando a cargo de hermanos y hermanas que con el paso de los años también fueron muriendo de forma inesperada. Y quizás por eso la muerte se queda también en Al faro (To the lighthouse, 1927), su siguiente novela, en la que nuevamente tenemos dos ideales de mujer: la anfitriona, Mrs. Ramsay, y la artista, Lily Briscoe. Eso y el duelo de una familia, un duelo que se ve en la ausencia que trae la muerte a los espacios y en la huella que deja en los objetos (la novela, dividida en tres partes, le dedica toda una sección a la descripción de una casa de verano durante los años en que no es visitada). Una literatura que aquí parece una naturaleza muerta, que nos recuerda lo efímero de la vida.

Porque lo cierto es que la vida se le arrancaba a Virginia Woolf. Parecía que caminaba al mismo ritmo de sus libros, pero luego quedaba atrás sumida en jaquecas, depresiones e ideaciones suicidas que le costarían finalmente la vida en 1941, final que también, me parece, ha teñido en demasía la lectura de su obra. Porque además de la muerte y la literatura del duelo, Woolf desafía, de modo muy modernista, las convenciones y autoridades de su tiempo. Entre ellas, la historia y la biografía como un género más cercano a la realidad y la verdad (un desacato que tiene algo de familiar también: su padre Leslie Stephen estuvo a cargo de confeccionar el Diccionario de la biografía nacional, un esfuerzo monumental por registrar las vidas de todas las personas consideradas importantes de las islas británicas). Así, en Orlando: una biografía (1928), Woolf sigue el rastro de un hombre que, luego de vivir un par de vidas (la novela lo acompaña por varios cientos de años), amanece convertido en una mujer, sin mayor reflexión ni trauma, y se queja de que es imposible escribir una biografía porque en todos nosotros conviven no solo una persona sino miles, siempre cambiantes, algo que excede con creces los límites y capacidades del género. Más adelante llevaría esto aún más lejos, al concebir en Flush (1933) la biografía de un perro cocker spaniel perteneciente a la famosa escritora Elizabeth Barrett Browning (una novela traducida nuevamente al español por la editorial chilena Montacerdos).

Pero antes vendría su obra más difícil: Las olas (The Waves, 1931), con sus voces entrelazadas y el movimiento permanente del mar. Y, la verdad, no es difícil ahogarse en las novelas de Woolf. Su prosa va pintando y cantando, y a veces uno se pierde, como podemos perdernos, maravillados, en una ciudad que no conocemos pero que nos deslumbra. El sociólogo Georg Simmel ya había advertido de esto a comienzos del siglo XX: el peligroso efecto que las grandes ciudades podían tener en mentes sensibles, no acostumbradas a tanta intensidad y estímulos. Pero en Woolf la marea de la ciudad acerca y repele; en sus novelas Londres aparece como una figura admirada, sus obras pueden entenderse a ratos como una brillante carta de amor a sus calles, a su libertad, a su belleza. Mientras tanto, en carne propia, Virginia era llevada lejos porque esa misma ciudad la perturbaba demasiado, porque la vida social que demandaba le dolía, porque las tiendas la distraían o la hacían sentirse fea e inadecuada.

Sí, todos vuelven al “cuarto propio” porque es fácil y breve. Porque tiene un slogan, casi un mantra, fácil de repetir hasta el cansancio. Pero, en realidad, Woolf se muestra en todo su esplendor y oscuridad en sus novelas y el vaivén que ellas dibujan. En su forma de retratar el dolor de una sociedad que va quedándose vacía y que, a ratos, encuentra un solaz pasajero en la belleza de una mañana o un día de junio, en esos moments of being en los que parecía concentrarse la vida entera, así como también en sus diarios que están siempre volviendo (ahora, por ejemplo, en una bellísima edición española), diarios en los que mezcla sus ideas sobre el arte con sus cuentas de dinero, el funcionamiento de la editorial que llevaba con su marido (y para la que ella misma se encargaba de compaginar los libros y pegar sus portadas), o la tinta del lápiz que ya empieza a agotarse porque están en guerra y hay escasez de materiales. Esos diarios en los que la autora se habla hacia el futuro, a la Virginia Woolf que volverá a releerlos, esos diarios donde vemos sus dudas frente a su talento y su incomodidad por no encontrar un lugar dentro de la intelectualidad de la época. Ella que, si bien pertenecía al famoso grupo Bloombsury, no podía entrar a las bibliotecas de las universidades de su país (algo que también documenta en Un cuarto propio), que se armaba su propia escuela literaria, proponiéndose repasar a rusos y griegos en dosis diarias imposibles, o leyendo una a una todas las obras de Shakespeare.

Virginia Woolf fue una gran lectora, pero tardó un tiempo en plasmar esa fascinación en sus obras de ficción. Allí las mujeres verdaderamente felices eran otro tipo de artistas e intelectuales (aficionadas a la música, a la pintura, a las matemáticas) y solo encontraremos a la figura del gran lector en Orlando, ese hombre, luego transformado en mujer, que sería capaz de donar toda su fortuna (y se la describe como inmensa) por el solo placer de escribir una muy buena página; ese lector que, cuando niño, recolecta luciérnagas en un frasco para así poder leer debajo de las sábanas (eran otros tiempos), un lector infectado y afiebrado y, quizás, un poquitito más cerca de ser feliz.

Virginia Woolf mira la enfermedad a los ojos y la lleva a la página, el único ring en el que siente que puede dar la pelea

Y en los diarios también tenemos sus reacciones frente a la crítica, que le duele, especialmente la de los amigos más cercanos (E. M. Forster, Lytton Strachey), o bien su forma de mirarse en menos, pensando que sus libros no venderán más de dos mil copias, que su destino es desvanecerse.

Virginia Woolf mira la enfermedad a los ojos y la lleva a la página, el único ring en el que siente que puede dar la pelea. O bien la disecciona en su breve y a la vez infinito ensayo sobre la enfermedad, en el que comenta que esos malestares nos separan del mundo, nos llevan a otra dimensión donde se vuelve necesario inventar un nuevo lenguaje.

Pero incluso aquellos lectores que se quedan en el “cuarto propio”, a pesar de la puerta cerrada y del espacio protegido, pueden ver los otros dones y temas de Woolf refulgir a través de las ventanas entrecerradas: su atención a la naturaleza y el vaivén de la vida cotidiana que no puede ni debe jamás despegarse de las ideas y sus movimientos, porque no existen nunca en esferas separadas; esa escritora que a veces le dedica la misma atención a sus personajes humanos que a un caracol o insecto arrastrándose por un parque; esa literatura que le abría las puertas —esas que, a su autora, les costaba tanto abrir en la vida real— a todas las cosas.

Y entonces: la maravilla, el deslumbramiento, el milagro.

El filósofo Jacques Derrida, en sus trabajos sobre la hospitalidad, llama la atención sobre la raíz hos, con la que se forman tanto la palabra hospitalidad como hostilidad. Derrida lo lee como la necesaria convivencia de ambas posibilidades en todo gesto de apertura a un otro. Así, quien ofrece verdadera y absoluta hospitalidad debe abrirse también a la posibilidad de la violencia. Un gesto valiente y que, sin embargo, también entiende la necesidad e importancia de otro. Derrida llega incluso a decir que el huésped le entrega al anfitrión las llaves de su propia casa.

La literatura de Woolf es una literatura valiente, que se abre por completo y que recuerda a ese inicio brillante de La señora Dalloway donde se nos cuenta que la protagonista, para poder recibir a tantas personas invitadas a su fiesta (personas dolidas y dañadas luego de años de guerra), debe sacar las puertas de sus postigos. Y por ahí se cuela la vida entera.

La literatura de Woolf es una literatura de detalles y de entender al ser humano siempre en conexión con todas las cosas, en una interrelación de convivencia permanente; una literatura que vuelve a pensar la idea del heroísmo para quitarlo de los soldados y esfuerzos aguerridos y volverlo a la belleza y al desafío de vivir un solo día (y luego otro, y otro más).

Un heroísmo en el que nos reconocemos y podemos sentirnos, al fin, como en casa.

 

 

 

María José Navia es magíster en Humanidades y Pensamiento Social por la Universidad de Nueva York y Doctora en Literatura y Estudios Culturales por la Universidad de Georgetown. Ha publicado las novelas SANT (Incubarte, 2010) y Kintsugi (Kindberg, 2018) y los libros de cuentos Instrucciones para ser feliz (Sudaquia 2015) y Lugar (Ediciones de la Lumbre, 2017). Actualmente se desempeña como profesora en la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile.