Artículo publicado en septiembre de 2024, en el número 11 de la revista Punto y coma.
En 1918, siendo directora del Liceo de Niñas de Punta Arenas, Gabriela Mistral afirmó: “Yo no he venido a derribar tabiques y a instalar salas solamente. Yo he venido a cambiar métodos de educación, a mudar el alma, no las tablas del Colegio”. Esta frase sintetiza lo que la poeta entendía verdaderamente por educación: renovar el alma, redirigirla a lo más alto, mucho más que instruir en las primeras letras o en los conocimientos de la ciencia. Se ha escrito mucho para dilucidar qué pensaba la elquina en materias pedagógicas, pues no hay en ella una gran teoría acabada, cerrada y coherente, o un único tratado sistemático y detallado sobre educación. Hay, sí, muchísimos recados, poemas y discursos que revelan la centralidad que tuvo esta inquietud a lo largo de toda su vida, y vale la pena sumergirse en ellos. Qué entendía Mistral por educar, qué tipo de propósitos buscaba y cuáles fueron los énfasis y principios sobre los cuales fundamentó sus reflexiones educativas son solo algunas de las preguntas que iluminan los textos disponibles.
No cabe duda de que, al menos durante la última década, hemos sido testigos de un intento por resignificar la vida y la obra de quien fue reconocida en 1945 con el premio Nobel de Literatura. Se la ha llegado a leer desde las teorías queer —un término al menos anacrónico para dilucidar sus motivaciones y objetivos— y forzado sus propios escritos cuando ha convenido, convirtiéndola en embajadora de causas sobre las cuales jamás se refirió. Y así, en medio de esa disputa por su figura, la preocupación de Mistral por la educación —probablemente el nervio que atraviesa su obra de inicio a fin—, ha quedado relegado tristemente a un segundo plano.
Lo cierto es que parte importante de la existencia de la autora de Desolación giró en torno al oficio de forjar el carácter de niños y adolescentes, transmitir una cultura y cultivar virtudes. A sus catorce años comenzó a ejercer labores docentes en las aulas en el norte de Chile, y gran parte de su vida profesional —hasta su partida a México en 1922— la dedicó a dictar clases y dirigir liceos a lo largo del país. Aunque su trayectoria también abarcó la diplomacia y a poesía, la educación, en particular aquella entregada en la primera infancia, nunca le fue indiferente.
En estas líneas quiero detenerme en tres asuntos que parecen haber perdido protagonismo ante interpretaciones que restan importancia a la dimensión trascendente, religiosa y servicial de la poeta: la misión y estatuto de los maestros, el profesor como un sacerdote secular al servicio de la patria, y el vínculo entre la educación y la tierra. Todos estos puntos, a su vez, tienen en común un interés por el educando comprendido como un todo, donde es posible integrar las diversas preocupaciones físicas y espirituales de las personas. Con ese objetivo en mente, me detendré con especial atención en la antología Pasión de enseñar. Pensamiento pedagógico (Ediciones Universidad de Valparaíso, 2017), libro que recoge gran parte de sus prosas acerca de estas materias y complementa las recopilaciones anteriores, como Magisterio y vida o Antología mayor.
Mistral siempre sintió que en Chile algunos profesores la menospreciaban por no tener estudios formales en la materia (como ella misma dijo, hizo su carrera “sin la papeleta, el cartel y la rúbrica aquella”). Esa tensión se reflejó en los dimes y diretes puntuales que la poeta mantuvo con Amanda Labarca, quien encarnaba una aproximación a la profesión con énfasis distintos: cosmopolita y educada en las mejores universidades del mundo, Labarca hacía gala de una intelectualidad sofisticada y defendía los estudios formales en la materia. Mistral, por el contrario, autodidacta y crítica de su gremio, fue una gran defensora de la educación rural, en la que veía una posibilidad de contacto íntimo con la naturaleza.
Sin embargo, más allá de su trayectoria singular, la Premio Nobel desarrolló una reflexión permanente sobre lo que debía motivar a los profesores a la hora de educar. Veía en ellos una alta misión espiritual y, a pesar de que alguna vez criticó la preocupación excesiva de los profesores por el sueldo en desmedro de las cuestiones del intelecto, también se quejó muchas veces, y con amargura, de las malas condiciones materiales en las cuales ellos desempeñaban su labor. “Nuestro mundo moderno sigue venerando dos cosas: el dinero y el poder, y el pobre maestro carece y carecerá siempre de esas grandes y sordas potencias”.
Todas estas críticas deben tener en consideración la alta relevancia espiritual que le confería Mistral al proceso educativo. Muchas de sus ideas al respecto están contenidas en los “Pensamientos pedagógicos”, las 46 frases breves en torno a la enseñanza que Mistral escribió cuando se le encargó dirigir el Liceo Nº6 de Niñas en Santiago a principios de los años veinte. En ese texto describe aquel valioso cometido de manera prístina: “Todo para la escuela; muy poco para nosotras mismas”. Allí, también, denunció la complacencia de quienes no veían la necesidad de seguir formándose o que no se cultivaban lo suficiente como para ejercer su profesión con excelencia: “La maestra que no lee tiene que ser mala maestra: ha rebajado su profesión al mecanismo de oficio, a no renovarse espiritualmente”. Abnegación, renovación, trabajo arduo e incesante, algo mucho más noble que un mero oficio: esos son algunos de los ingredientes que, para Mistral, supone la docencia, algo más profundo que una simple profesión. Como fiel seguidora de esa religión docente, la dimensión trascendental y espiritual de la enseñanza se traducía para ella en una dedicación de orden vital, que comprometía a la persona toda del profesor, una labor especialmente exigente: “Enseñar siempre; en el patio y en la calle como en la sala de clase. Enseñar con la actitud, el gesto y la palabra”.
Desde esa visión trascendente de la tarea educativa, Mistral subraya la renuncia a sí mismos y la necesidad de una constante renovación espiritual. En ese escenario, el credo al cual se deben entregar los educadores está compuesto por la bondad, la belleza y la grandeza, pues en ellas la poeta percibe la presencia de lo divino y de aquello por lo que vale la pena el ejercicio de la enseñanza. La docencia, a su vez, guarda íntima relación con el amor, cuya manifestación más alta es el amor a Dios. De ahí que la poeta decida abrir su célebre “Decálogo de la maestra” con el primer mandamiento: “AMA. Si no puedes amar mucho, no enseñes niños”. Hay ahí una búsqueda espiritual que desborda el simple acto de instruir o traspasar información —aunque, por supuesto, habrá otros textos y discursos en los que enfatizará la importancia de los contenidos a la hora de educar—. Más que mera información, los profesores deben encarnar un tipo de transmisión muy particular; deben aceptar con abnegación un modo de estar en el mundo, una disposición a desprenderse de los lastres que impiden contemplar la belleza y vivir en la virtud.
¿Y enseñar qué, entonces? Como veremos en el siguiente apartado, la enseñanza está íntimamente relacionada con la posibilidad de formar en una comunidad; de forjar, a fin de cuentas, al ciudadano que habita una civilización.
En un texto de 1928, Mistral se quejaba del escaso reconocimiento que se daba en Chile a Domingo Faustino Sarmiento, quien residió en dos ocasiones en el país durante la primera mitad del siglo XIX. Mientras vivió en Chile, quien se convertiría más tarde en presidente de Argentina, fue, por uno o dos años, profesor de una escuela agrícola en la comunidad de Pocuro, cerca de Los Andes.
Ni siquiera una placa, se lamentaba Mistral, recordaba a los chilenos el paso del argentino por aquella localidad, donde cumplió además tan noble tarea: “Hemos agrandado indebidamente a los hombres de la guerra y hemos olvidado casi a los verdaderos creadores del sentimiento humano. Hay, pues, que agrandar a los civilizadores”. Más allá de los conflictos bélicos que habían dado forma a las naciones americanas, el avance de la civilización se logró gracias a aquellos hombres y mujeres que, de la mano de silabarios y libros de texto, enseñaron las primeras letras a lo largo y ancho de Chile. ¿En qué medida educación y civilización están vinculadas en Mistral?
A esas alturas de su vida, la poeta llevaba varios años viajando por el mundo en labores diplomáticas y de gestión cultural, dando conferencias y publicando libros. Había salido de Chile en 1922 con rumbo a México para ayudar, por invitación del ministro José Vasconcelos, en las labores educativas del nuevo régimen revolucionario. Sin embargo, a pesar del transcurso del tiempo y del cambio de sus actividades profesionales, persistía en ella una idea que encontramos al menos diez años antes, en 1917, en el texto “Conferencia para maestros: el cultivo del amor patrio”, donde resalta el vínculo entre educación y construcción de la patria.
Como hemos visto, para Mistral el cultivo de ciertas virtudes y la mirada trascendente de la vida, orientada sobre todo a la belleza, guardan para una estrecha relación con la verdadera educación. En su “Conferencia para maestros” recién mencionada, la poeta complejiza aún más su visión de la labor docente, relacionándola con una suerte de sacerdocio laico: “El maestro debe ser el sacerdote de la nueva religión del culto por la patria, siendo la escuela su templo y el libro su ritual. (…) Seamos sacerdotes sinceros, predicando con el ejemplo y encendiendo dentro del pecho el más puro fuego de adoración por el cielo azul que nos cobija y por las altas montañas que, con su imponencia, nos enseñan a ser grandes”. Nos encontramos aquí con una nueva religión, cuya doctrina conducirá a la humanidad y la nación hacia un progreso que va mucho más allá del puro bienestar material o económico. Y aunque no cabe duda de que entender al profesor como un sacerdote podría, en estos tiempos secularizados, ser sumamente problemático, pasajes como este revelan cierta aspiración a la grandeza y una valoración de la comunidad política que parece haberse perdido.
Estas frases de Mistral debemos comprenderlas en íntima relación con su práctica docente, realizada a lo largo y ancho de Chile. De los casi veinte años que la poeta trabajó como maestra y directora, la mayor parte fue en escuelas rurales o en ciudades de provincias. Ya sea en La Compañía o La Cantera (ambos pequeños poblados de la región de Coquimbo), Los Andes, Punta Arenas o Temuco, el trabajo de Mistral tuvo que encarnar, en el funcionamiento cotidiano de esas escuelas, la presencia del Estado y la construcción de la nación, como ocurrió con tantos otros maestros. “Según como sea la escuela, así será la nación entera”, apunta en 1916.
Dondequiera que Mistral se encontrara con la brutalidad, la pereza o la ignorancia, buscó incansablemente llevar la razón, el esfuerzo y la sabiduría. Todo esto, por supuesto, no con fines meramente pragmáticos como beneficiar la industria o la fuerza productiva de sus estudiantes, sino con un objetivo espiritual, siempre trascendente, a la vista: “Tal como la idea cristiana modificó en su época toda una civilización, consiguiendo imposibles, así hoy día el maestro, nuevo sacerdote del porvenir, puede transformar al mundo predicando doctrinas de humanidad y de progreso”. Con todo, es preciso añadir que esta idea de Mistral no pareciera buscar el reemplazo de la religión en la vida social. Y aunque su visión de lo trascendente posee notas bien características que no cabe revisar aquí, es posible afirmar que ese humanismo que la embarga no deja de apuntar a una idea constante en su pensamiento: la necesidad de cultivar las cosas del alma, el resplandor del espíritu, para contrarrestar el materialismo que, según la poeta, estaba tan en boga a comienzos del siglo XX.
“Quiero hacer, antes de morirme o de entrar en la vejez, una escuela según mi conciencia religiosa, agrícola y de programa simple, para siete niños muy pobres que coman conmigo, y trabajen conmigo el suelo. Así alivio mi corazón”, anotó alguna vez Gabriela Mistral en sus cuadernos. Habiendo crecido en el Valle del Elqui a fines del siglo XIX y principios del XX, sus experiencias fundacionales estuvieron siempre marcadas a fuego por la ruralidad de su entorno. Asimismo, sus primeras experiencias docentes se desarrollaron en un Chile campesino, donde abundaba la pobreza y las instituciones educativas lidiaban con precariedades de todo tipo. Sin embargo, la poeta no vio en ello solamente carencia, sino también una posibilidad de entrar en diálogo con la geografía y la naturaleza que la rodeaban.
La vehemencia con que Mistral volverá una y otra vez a esta dimensión, por tanto, no será una nostalgia por escenarios bucólicos en una época de avances tecnológicos y científicos. Esta refleja, por el contrario, una experiencia muy real con los niños a los que educó en diversos momentos de su vida. Como maestra rural, su desafío educativo consistió muchas veces en hacer significativa la asistencia a la escuela de niños y niñas que tenían poca relación con la cultura libresca y las instituciones urbanas. De ahí que la reflexión mistraliana parta de la tierra, del paisaje y de la naturaleza, para construir desde allí una comunidad política.
Al poco andar de su periplo mexicano, Mistral publicó el texto “Cómo se ha hecho una granja-escuela en México”. Allí no solo resalta lo fundamental del contacto con la naturaleza a lo largo de la infancia, sino que también sintetiza algunas de sus ideas con respecto a la centralidad que debe jugar la tierra en todo proceso educativo: es en el trato íntimo con ella, argumenta, que el estudiante podrá alcanzar una formación más completa que la puramente libresca. En ese texto relata el conocimiento que tuvo de un proyecto sumamente novedoso, dirigido por el maestro Arturo Oropeza, en el cual los estudiantes establecieron una cooperativa agrícola y la convirtieron en un elemento clave de sus quehaceres escolares. Según el maestro, el gobierno se había visto impulsado a buscar una nueva fórmula educativa debido a “un descontento muy grande hacia la vieja escuela primaria, que se nos hizo retórica y perdió el sentido de la realidad, descontento que solo espera ver surgir una cosa diferente y verdadera para reemplazar lo que ha fracasado”. Como solución, el Estado mexicano entregó terrenos que permitieron una nueva organización, lo que a la larga tuvo un éxito rotundo. Los jóvenes lograron aunar esfuerzos y comerciar el producto de su trabajo, acompañando esa labor de una épica reflejada incluso en un periódico fundado por ellos.
¿Dónde está el secreto, para Mistral? “Serán eso que es para mí lo más grande en medio de las actividades humanas: los hombres de la tierra, sensatos, sobrios y serenos, por el contacto con aquella que es la perenne verdad. Harán una democracia, menos convulsionada y menos discurseadora que la que nos ha nacido en la América Latina, porque, hay que decir mil veces este lugar común: la pequeña propiedad (que ellos exigirán y que conseguirán en México), aplaca las rebeldías, da dignidad a la vida humana y hace el corazón del hombre propicio a las suavidades del espíritu”.
No deja de ser relevante lo que destaca aquí la poeta: el contacto con la tierra permite una aprensión más concreta, menos idealizada, de la realidad. Para ella, sin embargo, ese vínculo particular es significativo no solo por la dedicación de tiempo que supone a una empresa agrícola, sometida a los vaivenes de un clima que no se puede domeñar del todo, ni por la interacción física con el entorno. También porque el contacto con la tierra, advierte la poeta, permite el cultivo de virtudes morales y políticas que hacen más sustentable la democracia, capaces de hacernos comprender, al mismo tiempo, la finitud del mundo y de la vida humana.
Ese diálogo con el huerto, con la fruta que necesita del sol y del agua, con la geografía y la naturaleza en sus distintas expresiones, no solo fue un motivo constante de su poesía, sino también un objetivo pedagógico que la maestra rural no dejó de enfatizar a lo largo de su vida. A fin de cuentas, como anotó en otro lugar: “La tierra es el sostén de todas las cosas y no hemos creado todavía otra mesa que soporte nuestros bienes. (…) La tierra es la posibilidad de todos los bienes”.
Las tres dimensiones que hemos revisado someramente aquí obligan a preguntarse cuán útil puede ser revisar la obra de Gabriela Mistral para comprender algunos de los problemas que aquejan actualmente a nuestro sistema educativo. La poca compatibilidad, por ejemplo, entre los acentos de Mistral y la educación urbana y moderna —donde hay poco contacto con la naturaleza, o donde la patria y la trascendencia son valores a los que pareciera acudirse cada vez menos— pueden despertar cierto recelo a la hora de pensar cualquier desafío actual desde las coordenadas que nos propone la poeta.
La obra de Mistral, sin embargo, puede contribuir a enfatizar un asunto que hoy no parece demasiado relevante en ninguno de nuestros debates en torno a la educación, y que guarda relación con la visión integral de quien se educa. En una entrevista de 1934, la poeta señalaba al humanismo, entendido como una formación en los clásicos, como una perspectiva capaz de hacer frente al anarquismo que disuelve toda disciplina. Ese humanismo clásico es el que permite mantener la unidad: “El clasicismo forma ‘hombres completos’, jefes reales que tienen de la vida individual, lo mismo que de la nacional, un sentido de unidad. El hombre francés común es un hombre espiritualmente vertebrado, cuya cultura, aun en los casos de no ir más allá que el liceo, tiene la armonía, el gran acuerdo entre las partes que tuvo siempre la educación clásica”. Hombres completos —varones y también mujeres—, donde la vida profesional no está escindida por completo de la vida privada, sino que se mueve por ciertos valores y visiones de mundo que establecen un diálogo entre sí, y no están separados radicalmente. De ahí ese desafío de que la maestra debe enseñar en el patio y en la calle como en la sala de clases, pues hay una unión, una armonía, imposibles de romper cuando la cultura logra su cometido.
Poco antes de la Segunda Guerra, Mistral pronunciará en Cuba unas palabras en defensa de la cultura americana, y su énfasis en la unidad y en la necesidad de una cultura que “aumente la entraña del alma” será consistente con esta visión integral del hombre. La Premio Nobel se resiste a avanzar en dirección del utilitarismo y del individualismo, y propicia en su lugar un retorno a la cultura “jesucristiana”: “una cultura que nazca desde las raíces mismas del ser, que desde ellas riegue lo corporal y lo invisible, y ennoblezca nuestros institutos de un verídico ennoblecimiento; un ‘humanismo cristiano de la América’, en el cual Grecia sea bautizada más de verdad que en el Renacimiento”. Hay aquí, en la búsqueda de este “humanismo cristiano”, una tarea muy concreta proyectada a los futuros educadores.
Es posible, entonces, establecer un vínculo entre el modo en que Mistral comprendía la educación y su particular concepción de la cultura: en ambas dimensiones de la existencia humana, la poeta propugna una integración entre el cuerpo y el alma, entre la razón y el sentimiento, entre la naturaleza y la civilización. Ya sea en su poesía como en sus consejos pedagógicos, en sus discursos o en sus recados, Mistral recalca el diálogo íntimo entre realidades que el mundo moderno tiende a separar, pero que, para ella, una poeta siempre atenta al humus desde el cual procede toda vida, son inseparables.
¿Qué entendía Mistral, entonces, por educación? En cierto sentido, ella nunca dejará de ser una poeta. Reflexionando acerca de su propia concepción de la enseñanza en un texto de 1917, cuando trabajaba como profesora en el Liceo de Los Andes, la joven maestra describe su oficio como “una manera de llevar a las bocas de los niños, con la leche de las madres, el corazón mismo de ellas deshecho en un verso o en un cuento infantil”. La palabra, junto el alimento que nutre el cuerpo, es aquello que permite reproducir la cultura y transmitir lo valioso del mundo a una nueva generación.
Joaquín Castillo es candidato a doctor en literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es subdirector del IES y editor de la revista Punto y coma.