Columna publicada el 5 de junio de 2023 en La Segunda

La última semana confirmó —por enésima vez— cuán ingrato se ha vuelto conversar sobre el Chile de Allende y Pinochet. Es como si en los noventa y dos mil, pese a todos los obstáculos y tareas pendientes, hubiera sido más fácil intercambiar puntos de vista al respecto. ¿Qué se perdió en el intertanto? Dicho de otro modo, ¿cuáles fueron las condiciones que posibilitaron avances transversales como el que reflejan el Informe Rettig (1991) y el acuerdo de la Mesa de Diálogo (2000)?

Un primer elemento fue la creciente conciencia compartida en torno a la brutal represión llevada adelante por el régimen de Pinochet. Para ilustrarlo en pocas palabras, puede ser útil citar las que escribió en estas mismas páginas Gonzalo Vial —a quien nadie ubicaría en la izquierda—, dos décadas atrás: “individualmente, ni el IRA irlandés ni la ETA vasca, en el curso de sus respectivos y sangrientos historiales, han causado tantas víctimas ni (menos todavía) tantas desapariciones” (30 de mayo de 2000). Todo esto sin contar el caso Riggs y otras cosas que hoy —la verdad sea dicha— dificultan severamente cualquier atisbo de admiración o comparación como los sugeridos en días recientes.

Un segundo elemento —la otra cara de la moneda— residió en la aceptación del Chile posdictadura del inevitable disenso político, histórico e intelectual que rodea el quiebre de la democracia, el golpe de Estado y sus efectos económicos e institucionales. Curiosamente antes, cuando las heridas se encontraban aún más abiertas, parecía existir mayor tolerancia a dicho disenso. En algún minuto se entendió que quizá el mejor modo de abordar y pensar nuestra tragedia sea renunciar a establecer una mirada común alrededor de los antecedentes y consecuencias del 11 de septiembre de 1973. Esto supone restringir esa percepción compartida a unos pocos temas, comenzando desde luego por el rechazo inequívoco de las torturas, las desapariciones forzadas y las demás violaciones a los derechos humanos.

Si lo anterior es plausible, se comprende por qué hoy nos cuesta tanto dialogar sobre el pasado. Después de todo, nuestra conversación pública se encuentra destinada al fracaso si la dinámica se reduce a expresiones provocativas de un lado y jabonosas acusaciones de negacionismo del otro. Por ese motivo, dicho sea de paso, es una buena noticia la aproximación crítica a los proyectos de ley sobre negacionismo que han esbozado tanto el ministro Cordero (el viernes en Tele13 radio) como el exconvencional y asesor presidencial Patricio Fernández (ayer en La Tercera). Acá se requiere incentivar el debate, reflexión e investigación; no coartarlos. Sin discusión abierta en este ámbito, la conversación pública sólo podría empeorar.