Columna publicada el 4 de junio de 2023 por El Mercurio.

¿Qué nos deja, en concreto, la Cuenta Pública del Presidente? Cabe recordar que, el año pasado, esta ocasión le ofreció al mandatario un (breve) respiro en su popularidad: el talento retórico de Gabriel Boric es uno de los grandes activos del Gobierno. Es evidente que, en este ejercicio, el Presidente se siente cómodo, sabe improvisar y despliega su capacidad de persuasión, incluyendo cambios de registro y empleo de distintos tonos.

Sin embargo, las virtudes oratorias solo son efectivas si tienen una correspondencia política. De lo contrario, esa virtud puede transformarse velozmente en un grave defecto, hasta volverse mera palabrería. En su intervención, Gabriel Boric caminó en esa delicada cornisa. De hecho, el primer dato llamativo es la duración del discurso: 216 minutos, más de tres horas y media. ¿Por qué un buen orador escoge ese lapso, que no puede sino afectar la recepción de aquello que se busca comunicar? ¿Por qué desperdiciar lo que podía ser un momento estelar, alargando la alocución hasta el límite de la paciencia de cualquier espectador benevolente?

Me permito ensayar una respuesta. Gabriel Boric decidió hablar durante 216 minutos porque tal es el mínimo tiempo requerido para habitar varios personajes a la vez, y tocar todas las teclas. Dicho de otro modo, el Presidente se vio obligado a ofrecer demasiadas señales a demasiados mundos. La idea era que todos tuvieran algo que celebrar, o al menos un motivo de tranquilidad. Nadie podía irse del Congreso con las manos vacías, aun a riesgo de difuminar su propio discurso: tal parece haber sido la ecuación que orientó la Cuenta Pública.

La estrategia adoptada involucra una dificultad severa: el mensaje queda oscurecido por la extensión y variedad de temas. ¿Qué quiso decir el mandatario, cuáles son sus ejes? Si acaso es cierto que gobernar es priorizar, ¿cuáles son sus prioridades? Estas no son preguntas abstractas, pues remiten directamente a los últimos resultados electorales. Para ser más precisos, refieren al diagnóstico presidencial sobre aquellos comicios. ¿Cómo lee el Presidente sus sendas derrotas? Este es el nudo central de nuestra situación política, y de la situación del propio mandatario. Si no lo resuelve bien, arriesga nuevas derrotas en el futuro. Una manera de comprender los resultados electorales es que el Gobierno tiene un grave déficit de credibilidad en materias que hoy preocupan a los chilenos (seguridad, migración, economía). Si esta tesis es plausible, me temo que el discurso del jueves habrá sido perfectamente inútil. En efecto, para intentar revertir esa sensación se requiere un mensaje mucho más directo y conciso. Las frases dedicadas a esos temas fueron significativas, pero quedaron ocultas en la verborrea. ¿Cuál sería entonces la lectura de Gabriel Boric respecto del 4-S y el 7-M? En rigor, esta brilla por su ausencia. El Presidente no quiere —o no puede— ver el calado de sus derrotas. Allí está su debilidad estructural, que lo obliga a hablar durante horas para tratar —cual prestidigitador— de ocultar el enorme vacío de su diseño.

Alguien podría objetar que esto no es cierto, que el Presidente sí tomó nota, que se abrió a acuerdos y consensos en cuestiones que antes parecían intransables. Es más, llegó a hablar de “subóptimos” (validando, de paso, los treinta años: ¿qué fue la Concertación sino la larga puesta en práctica de los “subóptimos”?). Esto es cierto, pero tampoco exento de problemas. Consideremos, por ejemplo, la reforma tributaria, que parece ser la gran apuesta de la actual administración. Por un lado, al quedar vinculada a la condonación del CAE, le da argumentos a la derecha para oponerse a todo. Pero hay más. Al convertir la reforma tributaria en una especie de talismán mágico que podría resolver todos nuestros problemas, Gabriel Boric vuelve a tropezar con una de las grandes falencias de su generación: el brutal desajuste entre fines y medios. Buscar objetivos muy elevados sin haber reflexionado previamente sobre los medios para alcanzarlos solo puede conducir a la frustración. Si el Gobierno ha tenido que moderar su programa, no es solo porque el país ha cambiado de ánimo; es también, y sobre todo, porque el programa estaba mal hecho (en la medida en que no articulaba medios y fines). El mandatario reincidió el jueves: al fijar en el horizonte expectativas muy elevadas, a sabiendas de que una reforma tributaria negociada con la derecha no recaudará lo que él espera, el mandatario promete algo que sabe que no podrá cumplir. Alimenta así la desconfianza de la ciudadanía respecto de la clase política.

Todo esto nos conduce a la eterna pregunta respecto de las dos coaliciones oficialistas. Una quiere gobernar emulando a la Nueva Mayoría; otra se resiste a plegarse a una realidad moldeada por aquello que llama “neoliberalismo”. Una tiene un proyecto político (que no carece de dificultades); la otra tiene una especie de sueño cultural bastante inservible a la hora de gobernar una sociedad compleja. Gabriel Boric quisiera fundir en su persona ambas dimensiones. El hecho de que el mero intento le haya tomado 216 minutos es quizás la señal más poderosa de que dicho esfuerzo está condenado al fracaso.