Columna publicada el jueves 4 de mayo de 2023 en Ciper Chile

En abstracto, la novela Pequeño dios, de Marilú Ortiz de Rozas, es un proyecto literario genial y novedoso: la biografía ficcionalizada de Vicente Huidobro a través de sendos monólogos que, aparentemente desde la ultratumba, pronuncian las tres mujeres más relevantes de su vida: Manuela Portales, Ximena Amunátegui y Raquel Señoret. Sin embargo, a pesar del interés que suscita el poeta y de lo sugerente que podría haber resultado esa triple perspectiva que relatara su convivencia con Huidobro desde la intimidad femenina, la novela no cumple su propósito de manera satisfactoria. La dificultad por caracterizar con distinción las voces de las tres mujeres, la preponderancia de la información por sobre la narración y, quizás lo más grave, una imposibilidad por dotar de cierta complejidad al deslucido protagonista, hacen de Pequeño dios una novela que se malogra a medio camino.

La novela comienza con Manuela Portales, primera mujer de Huidobro, enterándose de la muerte del poeta. A partir de ahí, «la muda» —como la nombra el subtítulo del primer capítulo haciendo eco de un verso de Altazor («¿Irías a ser muda que Dios te dio esos ojos?»)— rememora los años que vivió junto a su esposo, aquel hijo de la aristocracia chilena que seguía anclado al modernismo poético y que aún no fundaba el creacionismo ni era parte fundamental de las vanguardias de principios de siglo. A su vez, el gigantesco narcisismo que terminaría por aislarlo todavía no estaba, en palabras de su cónyuge, en el horizonte: «Al principio era un hombre bueno, pleno de luz, y su poesía era el reflejo de eso. Escribía, cuando nos conocimos, versos donde se veía el fondo de su alma limpia, pura». Sin embargo, el enfant terrible no tardaría en aparecer: «… es como si un espíritu maligno se hubiese apoderado de él, y nos sacó de su existencia como un verso tachado, o una página arrancada de uno de sus libros».

Quebrando las convenciones de su clase y perdida su inocencia infantil, Huidobro adoptó como consigna el romper todos los límites y desafiar todas las jerarquías. Como inspiración poética, esos principios podían ser sumamente fructíferos y creativos; como leitmotiv en el orden de los afectos. Sin embargo, no resultan demasiado valiosos: «Se quedó solo al romper con todos los que lo queríamos —asevera su esposa—, su única opción después de eso fue amarse a sí mismo, que, por lo demás, es exactamente lo que quería su madre: mantenerlo aislado para que, aferrado a ella, escribiera y escribiera».

O, como dice poco más adelante, «después de un rato Vicente era insoportable». Este primer relato de Portales volverá luego sobre la figura de Narciso para intentar comprender a Huidobro, develando una interesante relación entre su egolatría y su temor al fracaso. Así, resalta su eléctrico temperamento como una máscara que escondía su inseguridad, su terror a no cumplir con las expectativas que todos a su alrededor depositaban en él: al fondo de su alma, dice esta primera narradora, «se escondía un miedo feroz a defraudar a su madre».

Esta última, a su vez aparece en numerosas ocasiones como un personaje patológicamente presente en la vida de su hijo, a quien siempre —a pesar de sus locuras y rebeldías— apoyó, mimó y financió.

Con la crisis matrimonial entre Manuela y Vicente comienza a vislumbrarse, también, uno de los problemas fundamentales de la novela: la preponderancia de la información por sobre la caracterización de sus voces narrativas. De manera creciente, los datos ahogan las posibilidades de dar cuenta de una personalidad y de una intimidad propia de las mujeres, única alternativa para posicionarlas como figuras potentes frente a un poeta que, en la vida real, ocupaba todos los espacios. La novela, así, comienza a estar al servicio de los hechos de la vida de Huidobro: anota los títulos, años y editoriales de los libros que publicó, expone el modo en que se recibió e interpretó su obra, enumera las personas con las que se relacionó y las circunstancias de esos encuentros… no cabe duda de que todos esos elementos son relevantes a la hora de dar cuenta de una biografía, pero si los hechos le quitan profundidad y carácter a las narradoras, estamos en presencia de un desequilibrio difícil de sortear. Si parte del objetivo de su autora es dar cuenta de quienes fueron invisibilizadas detrás de un vate que concentra toda la atención, flaco favor le hace a esas mismas figuras si quedan relegadas a ser poco más que correas transmisoras de la información biográfica del poeta. A fin de cuentas, pareciera que a ratos Ortiz de Rosas quisiera escribir una biografía en vez de una novela, lo que se convierte en un lastre para su condición de artefacto narrativo.

Al terminar la relación con Manuela, entra en escena «la musa», Ximena Amunátegui, una mujer jovencísima, casi una niña, que comenzó su relación con el poeta en medio del escándalo que suscitó la fuga de la pareja. El escape del poeta y su nueva enamorada no fue solamente un modo de librarse de los compromisos matrimoniales que lo hacían sentirse amarrado, sino, de acuerdo con este segundo soliloquio, algo de mucho mayor profundidad:

“Necesitaba ser rescatado de su familia, de su país, de su madre, de su prole, de su clase, para volverse un hombre libre, un hombre que debía dedicarse plenamente a su obra poética, a su cometido vital, a su plan maestro de existencia. Aunque nunca me lo dijo ni me lo agradeció, sabía perfectamente que fue Jimena/Ximena quien lo llevó por el camino de una poesía mayor”.

Sin embargo, mientras Huidobro sigue buscando un lenguaje poético propio y participando en polémicas y escándalos, se enfría su pasión inicial, y Ximena comienza a sentirse un adorno en la vida de quien solo ponía atención a su propia creación. Y, también, a sus caprichos: «Me molestaban sus actitudes de niñito malcriado, de rey del universo, y, como muchos, me terminé hartando del culto a su persona».

Luego de largos años de agonía en la relación entre ambos, aparece en la vida de Ximena otro poeta, el argentino Godofredo Iommi. Este, admirador de Huidobro, había ido a saludarlo a su casa, pero se quedaría prendado de su bellísima mujer, quien le abrió la puerta. Ella y Godofredo terminarán casándose y teniendo un largo y feliz matrimonio que aparece también en estas páginas.

La narración de la tercera parte de la novela está a cargo de «la viudita», Raquel Señoret, una joven viñamarina que se encuentra con el escritor en Londres al terminar la II Guerra Mundial. Esta relación, breve y con el poeta ya enfermo, no alcanzó a terminar mal como las otras, quizás porque la muerte se lo llevó antes. Los años que pasaron juntos, sin embargo, fueron intensos: toda esta tercera parte está cruzada por la experiencia de una Europa en ruinas, con Vicente exaltado y entusiasmado por sus vivencias en el frente, en la caída de Berlín, y en el París y Londres de la inmediata posguerra. Aquí, como en otras partes de la obra, nos encontramos con un profuso trabajo documental, manifiesto en el modo en que la narración intercala prosas y poemas de Huidobro para dar cuenta de primera mano de las andanzas del poeta.

Hacia el final del libro, Raquel afirma que el verso más certero para definir a Huidobro fue: «De pie, en la popa, siempre me veréis cantando». La sensación que deja lectura de Pequeño dios parece confirmar esa aseveración, aunque no tanto por ser el poeta una figura alada o un profeta de la palabra, sino por un asunto mucho más banal: el Huidobro de estas tres mujeres no alcanza a exhibir el magnetismo ni la genialidad del personaje, sino que está ahí, arrojado al fondo del escenario. Aunque intente complejizarlo y mostrar sus lados más oscuros, parece ser simplemente un personaje bipolar: genial en su creación y canalla en sus relaciones humanas. Hay apenas indicios de un personaje tensado por esas miserias o que logra ver más allá de sus intereses, como cuando se nos muestra a Huidobro buscando ver en la calle, de lejos, a sus hijos con quienes no tiene contacto. Pero son solo pálidos chispazos, que no alcanzan para construir un personaje literario que esté a la altura del desafío que imponía el poeta.