Columna publicada el 22 de mayo de 2023 en La Segunda.

El llamado “fallo sobre las Isapres” permite reflexionar sobre algunos desafíos políticos y jurídicos de primer orden. Por ejemplo, se ha afirmado que el hecho ilustra a la perfección las nefastas consecuencias de un sistema político que llega tarde —o simplemente no llega— a subsanar vacíos regulatorios relevantes. En concreto: sin la complicidad del legislador, que en este caso dejó pasar más de una década sin llenar dichos vacíos, hoy el escenario sería otro.

Menos se ha examinado una de las tesis subyacentes, mas allá de este fallo, en distintas sentencias de la tercera sala de la Corte Suprema (y en muchos académicos chilenos y foráneos). Me refiero a la idea según la cual la defensa de los derechos de las personas autorizaría a los tribunales a expandir sus atribuciones de modo casi ilimitado, con independencia o incluso contraviniendo lo que establece —parafraseando a Carlos Peña— el “derecho legislado”.

Tras la tesis referida parecen confundirse dos elementos. Por un lado, que los ideales propios del Estado de derecho y la democracia constitucional exigen que toda autoridad ejerza un poder limitado. Esto desde luego es efectivo. Pero, por otro lado, suele asumirse temerariamente que lo anterior supone un desmedido protagonismo (activismo) judicial. Sin embargo, la pregunta cae de cajón: si toda autoridad debe ser limitada, ¿por qué el juez estaría exento de ese deber?

En rigor, no hay argumentos que permitan identificar a priori gobierno limitado o república democrática robusta, de una parte, y facultades ilimitadas o expansivas de los jueces, de otra. Ninguna exigencia básica de justicia —ningún principio de la ley natural, diríamos en términos clásicos— resuelve ex ante la cuestión de si es algún tribunal u otra autoridad quien tiene la última palabra en determinado asunto.

Más aún, la pregunta por la existencia y el contenido de esas exigencias básicas de justicia es independiente de quién tiene la atribución institucional para velar por ellas. En simple: no hay motivo para considerar a priori a los tribunales como el bastión último de la defensa de todo derecho o principio de justicia. La pregunta central es qué competencias atribuye a qué órgano el ordenamiento jurídico vigente.

Porque lo que sí representa una elemental exigencia de justicia es que quienes detentan cargos públicos respeten los límites constitucionales y legales de su propia autoridad, evitando usurpar las competencias de otras entidades. Los jueces no son la excepción y, de hecho, eventualmente pueden usurpar atribuciones del legislador, bajo el argumento (¿excusa?) de estar protegiendo derechos de las personas. Ninguna democracia digna de ese nombre puede renunciar a reflexionar sobre esta realidad.