Columna publicada el miércoles 19 de abril de 2023 en El Líbero.

Hace algunos días fue arrestado por segunda vez Roberto Campos, el “profe del torniquete”. Ahora rayó la fachada de un templo, la iglesia de San Francisco, en la zona cero del estallido social. A diferencia de su primera detención, esta vez su acto recibió el oprobio generalizado. La crítica ya no venía sólo del partido del orden, sino que incluye a muchos de quienes vieron en los incendios, la destrucción, el saqueo, el vandalismo y el pillaje de 2019 un atajo hacia un nuevo Chile.

El único pecado de Campos parece haber sido no leer bien que el clima de opinión había cambiado. Parece que se olvidó el alegre “el que no salta es paco” y “la paca no es sorora” que cantaron tantos dirigentes oficialistas -los mismos que hoy se apresuran a borrar tuits, fotos de Instagram y estados de Facebook. El arrepentimiento parece más estratégico que fruto de una convicción profunda, porque la situación en Chile cambió radicalmente, pero no fue en la dirección que muchos de ellos esperaban.

A pesar de todo, sería un error pensar que esa sensibilidad fue derrotada para siempre, o que el resultado del plebiscito de salida o la próxima elección de consejeros constitucionales cerrarán ese capítulo de nuestra historia reciente. Por más alentadores que sean esos resultados, no es posible descartar que vuelva a emerger revestido de otras formas. Lo mismo sucedió a la inversa: ya lo han percibido quienes asumían que el plebiscito de entrada y el triunfo de Gabriel Boric eran definitivos.

Y es que el octubrismo sigue ahí, temporalmente replegado, pero más presente de lo que pensamos. Aunque con menos presencia que hace algunos años, jóvenes con overoles blancos lanzaron este martes bombas molotov fuera del Instituto Nacional. Su agenda delictual complementa el descuido en que se encuentran sumidos, quizá de manera irreversible, nuestros establecimientos públicos.

Otro ejemplo. Mientras se discutía la ley Naín-Retamal, que podía aliviar en algo a un gobierno que hace agua en temas de seguridad, el diputado Diego Ibáñez le pegaba un sablazo a esta agenda -¡a la agenda de su Gobierno!- levantando pancartas en las afueras del Congreso. Fue una triste regresión universitaria, una pataleta de quien debería ser uno de los puntales del Gobierno y del Presidente. 

Eso no es todo. Elisa Loncón, en una reciente conferencia internacional de bajo vuelo, decía lo siguiente a propósito del trabajo de la Comisión Experta: “Ellos saben que no es democrático y nos marginaron como si fuéramos en los peores tiempos del Apartheid en Sudáfrica, ellos defendiendo su identidad”. Loncón, tal vez el rostro más visible del identitarismo octubrista, la misma que hizo de la desmesura y la victimización una agenda política que terminó reventando la posibilidad de que la Convención pudiera tener éxito.

Todo el cuadro se ve patético hoy. Pero hubo momentos no tan lejanos en los que esos rayados taparon nuestros edificios; en que los overoles blancos y la primera línea eran luchadores sociales; en que denostar injustamente a Carabineros era cool; en  que Loncón era nuestra Mandela (aunque ella misma renegó expresamente de esa analogía: demasiado pacifismo, quizá). Y, sobre todo, que muchas personas, por razones que todavía desconocemos, se plegaron a la faceta violenta de octubre, validaron la destrucción de las ciudades por conveniencia política o, al menos, no hicieron nada por detener la espiral de barbarie que muchas veces inundó nuestras calles. Nada obsta a que esa fiebre social y política vuelva en algún momento.

Estamos en un país más violento, enojado e inseguro que hace tres años, y no parece que la situación vaya a mejorar en lo inmediato. Sin actos con altura de miras y eficaces, habrá pocos incentivos para mantenerse dentro del pacto social. Y puede que las mutaciones futuras del horrendo “mata pacos, no animales” vuelvan a sonar razonables para muchos.