Columna publicada el lunes 17 de marzo de 2023 en La Segunda

El expresidente Lagos y Ernesto Ottone han señalado en varias ocasiones que la consigna de los “30 años” oculta las diferencias entre los primeros gobiernos de la Transición y el ciclo que comienza alrededor del año 2010. Y que, por lo mismo, a la hora del análisis conviene distinguir las dos décadas iniciales del Chile posdictadura de la etapa posterior: “20 + 10”.

Uno podrá discutir la fecha exacta y si el hito crucial fue la alternancia en el poder en sí, o el trauma que implicó para las izquierdas ser derrotadas por la derecha en democracia —tesis argumentada persuasivamente por Max Colodro en su libro “Chile indócil”—, o el movimiento estudiantil del 2011, o una suma de estos u otros factores. Lo cierto es que las tensiones que emergen bajo los mandatos de Piñera-Bachelet-Piñera guardan escasa relación con el período anterior.

Ahora bien, entre las (varias) causas que explican este fenómeno también cabe destacar la poca reflexión que rodeó a las reformas políticas de la última década, y sus dañinos efectos sobre la salud del aparato público en su conjunto. En concreto: ni el voto voluntario fue el “gigantesco paso” que anticipó el expresidente Piñera en 2012, ni el nuevo sistema electoral devolvió “a cada ciudadano el poder real de su voto”, a diferencia de lo que vaticinó la expresidenta Bachelet luego de la caída del binominal. En rigor, ambas reformas terminaron por alejar aún más de la política a las grandes mayorías.

Por eso, con independencia de cómo concluyan las tratativas en curso al momento de escribir estas líneas —a las 23:59 de hoy finaliza el plazo para presentar enmiendas a las normas ya aprobadas en la Comisión Experta—, el trabajo desarrollado hasta ahora por la Subcomisión de Sistema Político merece ser celebrado. A partir de un diagnóstico fundado y transversal no sólo consolidó la obligatoriedad del voto, sino que además ha propuesto innovaciones que ayudarían a mejorar nuestro paisaje político. Por ejemplo, un umbral mínimo de 5% de representación parlamentaria (tal como hace, en otro contexto y bajo otro sistema, Alemania), y trasladar la elección de los diputados y senadores para la fecha del balotaje presidencial (inspirado en el caso de Francia).

El desafío que viene es doble. Primero, evitar que el comprensible debate sobre el detalle de esos y otros posibles instrumentos, como el fin de los pactos electorales o las (contraculturales) listas cerradas, lleve a perder de vista los propósitos compartidos: disminuir la fragmentación y favorecer la gobernabilidad en el marco del histórico presidencialismo chileno. Y segundo, entusiasmar a una ciudadanía indiferente ante el cambio constitucional. Pero esta tarea excede la cuestión del sistema político y será materia de otra columna.