Reseña publicada el día miércoles 8 de marzo de 2023 por El Libero, escrita por Manfred Svensson y Catalina Siles.

Necesitamos una alfabetización en sexualidad, declaraba hace unas semanas el Ministro de Educación, Marco Antonio Ávila. Como más de alguien le hizo notar, nuestros problemas de alfabetización son bastantes más generales: con niveles de desescolarización que claman al cielo, está claro que sus críticos tienen un punto.

Es cierto que tenemos problemas en el plano de la vida sexual: las cifras de las enfermedades e infecciones de transmisión sexual no son mucho más alentadoras que las relativas a educación. Otro tanto hay que decir de las violaciones. Estas han aumentado en un 30% durante la última década, llegando el año pasado a 4.873. Se trata de cifras horribles y nadie puede tomarlas a la ligera.

Si la agenda del Mineduc simplemente implicara tomarse en serio estas preocupantes cifras, sería posible trazar una agenda de trabajo transversal. Pero desde luego implica más que tomarse en serio las cosas: las actuales bases curriculares ya incluyen cuestiones como el autocuidado, la protección de la propia intimidad y el respeto a terceros. Si sobre eso se busca añadir más, es por la esperanza de imprimir a toda la educación sexual a futuro el sello del actual Gobierno. Y la controversia que eso suscita es legítima.

Después de todo, el hecho de llamar “integral” a una educación -sexual o de otra índole- no suele volverla tal por arte de magia. Tampoco hay que ser muy suspicaz para saber que en esta materia el Gobierno empuja una agenda notoriamente radical. Lo hemos visto en momentos del anterior proceso constituyente, en el corazón del “gabinete Irina Karamanos”, y en la afinidad con sus pares españoles (hoy de fama -o infamia- mundial por la ley Trans).

Pero nada de esto se reduce a la agenda de un Gobierno. Después de todo, junto a tal agenda hay una cultura sexual imperante, alimentada por los más diversos factores. ¿Cómo caracterizarla? Aunque con los límites de toda generalización, tal vez podemos caracterizar dicha cultura por haber despojado al sexo de cualquier contenido o significado sustantivo, en alguna medida convirtiéndolo en una actividad recreativa como cualquier otra.

Entre sus rasgos está la expectativa de que en principio las personas (particularmente las mujeres) estén sexualmente disponibles, con el consentimiento como única (y ambigua) limitación. En algunos de sus efectos -el sexo casual y el porno- las consecuencias de esta cultura son de alcance masivo. En otros casos, como el poliamor, la campaña por su normalización es notoria, aunque poco exitosa. Pero la pregunta fundamental, desde luego, es si acaso hay aquí ganancia o más bien pérdida. Porque si hay pérdida relevante, la alfabetización que necesitamos puede ser muy distinta de la imaginada por el ministro.

We Can’t Consent to This

En su reciente «The Case Against the Sexual Revolution», la periodista y activista Louise Perry ofrece una provocadora aproximación a estas cuestiones.

La crítica de Perry se dirige fundamentalmente hacia el feminismo liberal al que ella misma había antes adherido. Su desilusión respecto del mismo arranca del particular campo de trabajo en el que la autora se ha desempeñado. Antes de emprender la escritura, había trabajado por años como voluntaria en un centro de atención de mujeres violadas. “Una feminista postliberal”, escribe, “es simplemente una feminista liberal que ha visto de cerca la violencia masculina”. Y ella la había visto no sólo en los relatos de violaciones. Por años ha colaborado con “We Can’t Consent to This”, una campaña levantada al detectarse 66 casos de muertes violentas de mujeres en que el hombre se defendió -muchas veces con éxito- sosteniendo que la muerte se dio en un contexto de prácticas violentas consentidas. Más allá del horror que esto provoca, inevitablemente surgen preguntas respecto del tipo de cultura en que ese tipo de argumento parece dotado de cierta plausibilidad.

A diferencia de Sade, el sadista de hoy tiene que buscar consentimiento. ¿Pero basta eso para volverlo inocuo? El consentimiento desde luego puede ser inducido. Además hay prácticas -como el estrangulamiento- cuyas consecuencias conocemos tan poco que nadie puede consentir de modo informado a ellas. Puede también haber cosas a las que no quepa consentir sin degradación.

Perry no rechaza la idea de libertad, de que el consentimiento es una categoría relevante en estas materias. Reconoce los avances respecto a un pasado en muchos sentidos injusto con las mujeres. Pero su experiencia le ha ido sugiriendo que transitamos de una forma de subordinación femenina a otra, por mucho que cubramos la nueva subyugación con el lenguaje de la liberación. No es, desde luego, que el feminismo liberal abrace de modo intencional las peores patologías de nuestro entorno. Pero el foco exclusivo en la libertad y la reticencia a hablar sobre las diferencias entre mujeres y hombres tiene sus efectos. Hay mucho deseo genuino de acabar con la violencia sexual, pero acompañado de propuestas famélicas respecto de cómo lograrlo.

Para la autora, la gran paradoja que ha traído consigo la revolución sexual es que ella ha estado al servicio de los intereses masculinos, con un considerable costo para las mujeres. ¿Por qué? Básicamente, el argumento que desarrolla Perry es que la cultura hipersexualizada en que vivimos ha exacerbado ciertas características típicamente masculinas en detrimento de las femeninas.

El objetivo final es “tener sexo como los hombres”, como dice la protagonista de «Sex and the City», Carrie Bradshaw. La pregunta de Perry es si acaso eso es posible. Y si acaso, de ser posible, en verdad son las mujeres las que ganan (el libro abre, de hecho, contrastando el triste final de Marilyn Monroe y el del fundador de la revista Playboy, Hugh Hefner).

Somos distintos

¿Cómo pensar sobre las diferencias entre mujeres y hombres? Perry realiza un repaso amplio y riguroso de la evidencia científica disponible desde la psicología evolutiva para mostrar que las diferencias entre mujeres y hombres y mujeres no son solamente culturales -aunque sin duda existe ese componente-, sino que encuentran raíces profundas en su constitución biológica.

El punto es fundamental, pues reina hoy una extendida tendencia a tratar como sexista toda alusión a tales diferencias o al hecho de que puedan ser relevantes. Pero no es algo que se pueda omitir al aproximarnos a la sexualidad humana, y hay que ver si se está dispuesto a sacar todas las consecuencias que se siguen de ahí.

El hecho de que casi todos los hombres sean más fuertes y más rápidos que casi todas las mujeres (la excepciones confirman la regla), y que además ellos suelen tener un deseo sexual más pronunciado, es algo importante de considerar en general y, sobre todo, al momento de hacer frente al grave problema de la violencia sexual. Además, estas diferencias fisiológicas entre los sexos han traído consigo, en un complejo proceso evolutivo, divergencias psicológicas también en el ámbito sexual. Así, por ejemplo, las mujeres suelen ser más selectivas al momento de escoger pareja (en aplicaciones como Tinder, donde resulta más visible, concentran sus preferencias en un puñado de la oferta masculina). Tienden asimismo a implicarse emocionalmente al tener relaciones sexuales, mientras que en los hombres hay tendencia a una mayor variedad de parejas sexuales y son capaces de abstraerse afectivamente con más facilidad. Así, su interés por la monogamia comprometida es mayor, inclinación que una cultura de sexo casual les presiona a reprimir.

Estas y otras diferencias físicas y psicológicas se traducen, entre otras cosas, en que el sexo casual sea mucho más riesgoso para las mujeres, y también menos satisfactorio para la mayoría de ellas; que la demanda por pornografía y prostitución sea mayoritariamente masculina; y que el sexo violento (consentido o no) sea una preferencia más bien de los hombres que de las mujeres. Por supuesto que esto no significa que todos los hombres tengan comportamientos de este tipo; de hecho, probablemente se trate de una minoría.

Pero lo que quieren ilustrar los datos que presenta la autora, es que hay una discordancia entre la sexualidad femenina y masculina, y que la cultura de la liberación sexual, en lugar de buscar un encuentro armonioso entre ambas, “ha beneficiado a algunos hombres a expensas de muchas mujeres”. En otras palabras, al mirar la sexualidad masculina y femenina hay que preguntarse cuál de ellas ha sido la que se ha adaptado a la otra en el proceso de liberación sexual.

Perry escribe además con una fuerte conciencia de las amplias repercusiones sociales de esta dimensión de la vida: la monogamia, como nos recuerda, es más bien excepcional en la historia humana, pero es una característica de civilizaciones complejas como ha sido la nuestra.

El sexo desencantado

Pero estos ejemplos bien nos pueden llevar a otra dimensión de esta discusión: la aproximación a la sexualidad como si se tratara de una actividad recreativa cualquiera.

Perry acude aquí a la idea de desencantamiento. Se trata de un concepto bien conocido por los sociólogos de la religión: desde que Max Weber acuñó el término, ha sido central para entender los procesos de modernización. Nuestro mundo sería no solo secularizado, sino que habría sido despojado de todo encantamiento. Es solo el mundo así entendido el que puede ser explotado.

Un mundo desencantado es un mundo que ha quedado a disposición de la conquista humana porque primero ha sido vaciado de finalidad propia o de sentido. Pues bien, para Perry uno de los modos iluminadores de comprender la revolución sexual de las últimas décadas es describiéndola como un desencantamiento del sexo.

Los actos sexuales hoy no serían singularmente maravillosos, pero tampoco habría en ellos una forma peculiar de violación (después de todo, las violaciones se explican para esta mentalidad solo como una manifestación del poder; hay algo especial en el poder, no hay nada de especial en el sexo).

En rigor, la revolución sexual habría conducido a una revolución post-sexual, como lo muestra el lenguaje del desencantamiento: “solo se trata de sexo”. Y aunque los efectos de esta mentalidad pueden ilustrarse con una multitud de ejemplos, tal vez hay pocos tan elocuentes como la normalización de la prostitución.

Si el sexo “solo” es sexo, tarde o temprano se llega a esta conclusión: que el trabajo sexual es solamente otra forma de trabajo; que de hecho este es el lenguaje que tenemos que adoptar para hablar de él. Hay un llamativo contraste entre nuestra creciente preocupación por las formas más sutiles o accidentales de acoso y la simultánea tendencia a desdramatizar la prostitución, como si solo pudiera ser mala en cuanto la acompaña cierto estigma.

Prostitución ha habido siempre, claro está, pero varios hilos de este libro confluyen en este intento por normalizarla. Por lo pronto, porque también aquí reina la ilusión de que mientras haya consentimiento no hay problema. Incluso, creen algunos, podría tratarse de una forma de empoderamiento femenino (como si no hubiera aquí papeles de comprador y vendedor, papeles fuertemente determinados por la situación económica).

Por otro lado, estamos ante una realidad en la cual la diferencia entre hombres y mujeres salta a la vista: la mayor parte de las vendedoras son mujeres, la mayoría abrumadora de los compradores son hombres. Y aunque aquí puede ser particularmente evidente la medida en que las mujeres son grandes perdedoras de algunos procesos en curso, hay que recordar que la mentalidad en juego toca a mucho más que la prostitución. Perry escribe además con gran conciencia de las amplias repercusiones sociales de las materias que trata.

Conclusión

Al ver las reacciones ante la propuesta del ministro, algunos se las explicarán afirmando que Chile es un país “cartucho”. Pero ningún país occidental hoy lo es. Tampoco Louise Perry escribe desde un trasfondo conservador ni aboga por volver a algún inexistente paraíso perdido. Ni siquiera cree que todas las consecuencias del proceso de liberación sexual de las últimas décadas sean negativas. Pero junto con obligarnos a pensar sobre el carácter ambivalente de esa liberación, levanta de modo agudo esta pregunta por quienes pagan el precio por los lados negativos de la misma.

Hay quienes creen que los problemas de la actual cultura sexual se deben a que nuestra liberación aún es insuficiente, que la revolución de los años sesenta no se ha completado. En lugar de poner el pie en el acelerador, Perry nos obliga a preguntar si nuestros problemas se deben no a una revolución inconclusa, sino a una revolución con algunos vicios de origen que tiene sentido someter a crítica.

Para Perry, el solo énfasis en el consentimiento ofrece un principio ético demasiado débil para un asunto tan importante y complejo como son las relaciones sexuales. Así, frente a la pregunta milenaria respecto de cómo deberíamos comportarnos sexualmente, la autora propone un marco moral más complejo, no muy distinto del marco que necesitamos para tratarnos en todo contexto con dignidad.

“No debemos considerar a otras personas como meras partes corporales para disfrutar. Debemos aspirar al amor y la reciprocidad en todas nuestras relaciones sexuales. Debemos priorizar la virtud sobre el deseo. No debemos asumir que cualquier sentimiento dado que descubramos en nuestros corazones (o nuestras entrañas) deba por eso ser seguido”. Para la relación entre hombres y mujeres eso significaría que la pregunta determinante no es cómo podemos ser libres, sino cómo podemos promover una cultura que sea buena para unos y otros.