Columna publicada el sábado 4 de marzo de 2023 por El Mercurio. 

“El Estado reconoce, ampara y promueve a los grupos intermedios a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad y les garantiza la autonomía para cumplir sus propios fines específicos”. En esta frase resuena la Constitución vigente, pero no pertenece a ella. Se trata de una de las “disposiciones fundamentales” del articulado que presentó la expresidenta Bachelet. Y tiene lógica. Si el Estado se encuentra llamado a fortalecer, apoyar y respetar —no reemplazar— a la sociedad civil, cualquier nuevo capítulo de principios constitucionales debería incluir un precepto semejante. Salvo, claro, que se trate de un diseño hostil al vasto entramado social que existe entre las personas y el Estado.

En concreto, los críticos de la subsidiariedad deberían precisar qué es lo que buscan modificar o expulsar del orden constitucional. Por un lado, la Carta Fundamental hoy no utiliza ni una sola vez la palabra “subsidiariedad” y, por otro, sus expresiones e implicancias son difícilmente desdeñables. ¿Acaso vamos a reducir la vida social a la polaridad entre individuo y Estado? ¿Podría debilitarse la vigorosa protección de la libertad de enseñanza sin afectar derechos básicos? Los dardos también suelen apuntar al hecho de que el Estado solo pueda desarrollar actividades empresariales cuando lo autoriza una ley de cuórum calificado. El cuórum es discutible, pero nadie pretenderá —supongo— que el aparato estatal actúe cuándo y cómo quiera, sin límites legales.

Naturalmente, en estos y otros asuntos hay mucho que debatir en cuanto a las “bajadas” o “aterrizajes”, propios de la discusión legislativa y de política pública. Pero de ahí no se sigue descartar a priori un determinado principio o criterio que favorece la colaboración social.  Lo que está en juego en este debate, a nivel constitucional, es el respeto y promoción de los vínculos e instituciones no estatales que sustentan la vida social.

En efecto, las libertades básicas más significativas —de conciencia, de religión, de expresión— se cultivan típicamente junto a otros. Luego, la vigencia de dichas libertades depende en gran medida de una protección robusta del derecho de asociación, manifestación distintiva de la subsidiariedad en el ámbito de los derechos fundamentales.

Aquí está en juego también el modo de comprender el espacio público. Para algunos, este parece identificarse con el aparato estatal o con quienes se someten estrictamente a sus reglas, al punto de sacrificar su ideario particular. Ello tiende a configurar una esfera pública homogénea, que desconoce la pluralidad social y su legitimidad para participar en la provisión de bienes públicos.

Lo anterior es clave en materia de derechos sociales. Hay múltiples maneras de concebir estos derechos (como principios programáticos, como derechos justiciables, como objetivos políticos o metas solidarias, etc.). Pero, desde el punto de vista de la subsidiariedad, la pregunta central es si la sociedad civil —que no es idéntica a determinados mecanismos de mercado— puede participar o no de su provisión. Así, incluso si se apuesta por un mayor protagonismo del Estado en el campo de la protección social, conviene articular un régimen plural de derechos sociales. Si se quiere, un esquema análogo al que permitió la vacunación masiva en medio de la pandemia y que, siendo dirigida por el aparato estatal, involucró a una red descentralizada e integrada, apoyada en la cooperación público-particular.

Nada de esto pugna con una cláusula de Estado social como la que existe en Alemania u otros países. Como ha explicado la intelectual francesa Chantal Delsol, no hay oposición entre Estado subsidiario y Estado social, a menos que este último se entienda como un Estado proveedor, que busca sustituir a las asociaciones intermedias. Algo incompatible con la histórica provisión-mixta chilena y con las bases del nuevo proceso constituyente.