Columna publicada el día domingo 5 de marzo de 2023 por El Mercurio. 

Las Fuerzas Armadas iniciaron esta semana su despliegue en el norte, cuyo principal objetivo es disuadir los ingresos clandestinos al país. Se trata de una señal relevante que muestra —al fin— cierta disposición del Estado chileno a la hora de proteger nuestras fronteras. Sin embargo, es posible que el gesto sea tan tímido como tardío. Desde luego, es imposible evaluar ahora sus resultados, pero todo indica que las facultades atribuidas a los militares son más bien limitadas, sobre todo si atendemos a la gravedad de la crisis. Dicho de otro modo, una disuasión efectiva requiere un estatuto mucho más robusto: no es seguro que el remedio sea proporcional a la enfermedad. El problema es delicado, pues si los militares no cumplen su cometido, la medida tendrá un efecto exactamente contrario al buscado: volver aún más frágiles nuestras fronteras.

La palabra frontera condensa, de hecho, buena parte de nuestros problemas. Después de todo, si hemos llegado a este punto es fundamentalmente porque nuestras élites —políticas, culturales y económicas— dejaron de creer en la pertinencia misma de las fronteras, y en la consecuente necesidad de protegerlas. Por un lado, los adeptos al liberalismo económico más ortodoxo estiman que los movimientos migratorios permiten acceder a mano de obra de bajo costo, y ajustar de ese modo la escasez de oferta. La izquierda progresista, por otro lado, adhiere a un credo cosmopolita que rechaza toda forma de particularismo y abraza a la humanidad. En esa lógica, toda frontera representa un atentado contra los derechos humanos y una discriminación inaceptable, condenada a sumarse prontamente a los basureros de la historia. Sin ir más lejos, el Gabriel Boric de primera vuelta proponía una política de puertas abiertas, regularización masiva y acceso universal a beneficios sociales. Bienvenidos todos.

Se produjo entonces un acuerdo tácito, cuya consecuencia fue el abandono de la idea misma de nación. El costo fue alto. La derecha perdió una idea constitutiva de su identidad, mientras que la izquierda horadó la viabilidad de un Estado de bienestar (que requiere, como ha apuntado David Miller, grados elevados de cohesión y de formalidad laboral). Para decirlo en simple, quienes nos han gobernado en los últimos años no han contado con una teoría adecuada de la nación, y esa carencia hace muy difícil administrar un Estado digno de ese nombre. De allí se derivan las repetidas deficiencias en la Cancillería, pues las amenazas exteriores que enfrentamos no pueden sino comprenderse desde esa categoría (que nuestros vecinos conciben mucho mejor que los voceros de la llamada “diplomacia turquesa”). Por mencionar un ejemplo significativo, no hemos podido resolver el impasse migratorio con Bolivia, que se niega a recibir a quienes hayan cruzado desde allí hacia Chile y que no tengan pasaporte boliviano, haciendo gala de una voluntad que nosotros no tenemos (un 90% de las entradas irregulares son desde el país mediterráneo).

En estas condiciones, no debe extrañar que nunca hayamos tenido una discusión sobre el número de inmigrantes que podemos acoger dignamente (ningún país tiene capacidad de absorción ilimitada). La mera pregunta puede parecer odiosa, pero es indispensable: ¿cuántas viviendas tenemos, cuántos centros educacionales, cuántos centros de salud? ¿Tenemos una estimación, aunque fuera aproximativa? Este fenómeno simplemente nos aconteció, como si se tratara de una fuerza de la naturaleza imposible de gobernar y conducir. Un dato de muestra: durante todo el 2022 fueron expulsados de Chile 31 personas, a sabiendas de que se producen unos 50.000 ingresos clandestinos al año. Le dejo al lector el trabajo de calcular cuántos años tardaríamos en ordenar el tema.

El problema tiene otra arista delicada: la asimetría en las percepciones, ya que los costos asociados a la migración masiva no están distribuidos de modo uniforme en la población. En efecto, son los sectores más vulnerables quienes se ven enfrentados a las presiones del caso, tanto en cuestiones de sueldos como en servicios, y ni hablar de seguridad. Por otro lado, y como bien lo notara hace años el periodista británico David Goodhart, las clases populares están mucho más atadas a la particularidad que las élites —como pudo comprobarlo la fallida Convención— y la globalización no les parece un proceso necesariamente feliz. Peor aún, dichos sectores se sienten despreciados cuando se les intenta enseñar —desde arriba y de modo paternalista— que sus percepciones están equivocadas, que sus sentimientos son incorrectos y que deben cambiar cuanto antes de actitud. Estas asimetrías son el caldo de cultivo perfecto para el surgimiento de discursos patológicos y populistas, que prometen resolver rápidamente aquellas dificultades que el sistema no procesa con la urgencia requerida. Si se quiere, los discursos xenófobos son alimentados en último término por quienes se han negado sistemáticamente a asumir que acá hay un problema grave que merece ser considerado.

Abandonar la idea de nación implica abandonar también al pueblo que se identifica con esa nación. Mientras las clases dirigentes no comprenden la profundidad de su error, solo podrán acentuar la distancia con los gobernados. Nada bueno puede salir de allí.