Columna publicada el día 7 de febrero de 2023 por Ciper.

I. ABANDONO

Me crié en una localidad llamada La Concepción*, un pequeño lugar que en su tiempo consistía en no más de treinta casas. Ubicado en el Valle del Itata, en la pequeña comuna de Ránquil, hoy se encuentra prácticamente bajo las cenizas.

Cuando niño solía moverme por esos campos. Pasábamos entre los cercos de alambre púa y recorríamos hasta dónde nos diesen las ganas. Ahí la mayoría se conocía, y pese a diferencias normales entre vecinos, todos se apoyaban unos a otros. La localidad era pobre y el día a día, duro; pero quedaban momentos de felicidad, familia y fiesta.

Cerca del 2000 nos avisaron que una fábrica de papel se instalaría en la comuna. Al principio hubo expectación. La megaempresa prometía traernos desarrollo: pagaría más impuestos, contribuiría en obras sociales, donaría infraestructura, promovería el deporte y, lo más esperado, ofrecería trabajo y especialización.

En ese momento no logramos darnos cuenta de lo negativo que se venía. Para ser justos, nadie lo hizo. Todos, o casi todos, miraban con expectación hacia adelante; excepto los más viejos, para quienes se anunciaba el fin de su vida tranquila de siempre.

La ilusión comenzó con las obras en la Autopista del Itata. Casi en un abrir y cerrar de ojos, una carretera de nivel europeo conectó Chillán y Concepción, permitiendo llegar de una ciudad a otra en poco más de una hora. Para una comuna agraria, en la que por aquellos años pocos tenían auto, ese progreso veloz auguraba un futuro interconectado y rápido. Quizás, creyeron sus vecinos, fuese verdadera aquella promesa de salir de la precariedad.

Listo el camino, la Celulosa Arauco pudo iniciar sus obras. Primero, llegaron empresarios y arquitectos; después, trabajadores. Y al fin, en otro abrir y cerrar de ojos, la papelera estuvo lista. Entre las casuchas, asomaba una mole disruptiva con luces blancas y azules que poco tenía que ver con viñedos y caminos de tierra.

En ese entonces apenas dimensionábamos el perjuicio de que nuestras casas colindaran con el sospechoso nuevo armazón de fierros y tuberías. Las sierras funcionaban día y noche, expeliendo vapores ardientes capaces de volver gris ese cielo limpio. Utilizando un antiguo bosque de eucaliptos como una cortina frente a la comunidad, la planta de Celulosa Nueva Aldea comenzó a operar para no detenerse nunca más. Desde ese momento ya no podíamos cruzar cercos, pues había guardias vigilando. Solo veíamos desde afuera cómo los regadores rociaban la madera. El ruido y el movimiento del desarrollo económico cambiaron el ritmo de nuestros pensamientos.

II. DESPOJO
La Concepción ya no existe. Si antes de los incendios el lector hubiese pasado por el camino que va desde Nueva Aldea a Ñipas, quizás habría divisado el lugar del que hablo. Una tranquilidad sospechosa inundaba los campos que rodean la Celulosa Arauco. Daba la impresión de que alguna vez ese paraje desolado albergó vida humana. Sobre la superficie irregular de los pequeños cerros aparecían antiguos radieres, signos de que hubo allí algún tipo de construcción. Esas construcciones fueron nuestras casas. La forestal, sabiendo que con su actividad ponía en riesgo la vida de los vecinos, terminó comprando sus terrenos, enviándolos al desarraigo (muchos de sus habitantes más tarde intentaron formar comunidades similares en pueblos cercanos).

El fin de la comunidad comenzó desde que se asentó la papelera y su ruido a tronadura. La Celulosa utilizó toda su fuerza fáctica, jurídica y económica para aumentar sus beneficios en desmedro de la vida de pobladores de bajos recursos. Pese a que proveyó trabajo para algunos, para la mayoría muchas dimensiones de la vida fueron empeorando con el tiempo.

Camiones madereros cargados hasta casi colapsar y sin ningún tipo de cubierta pasaban día y noche a altas velocidades por nuestros caminos. El ruido de la empresa no nos dejaba dormir en la noche. Un olor asfixiante, como a rata quemada, impregnaba nuestros cuerpos, pelos, casas y camas. El río Itata fue contaminado, pues sirvió como conducto hacia el mar de los químicos expulsados en los procesos del papel. Los pozos, vertientes y canales de los que tomábamos agua podían estar infectados. El tren que utilizaba la empresa hacía sonar sus bocinas entremedio del poblado a las tres de la madrugada. Y, luego de un par de años, los bosques de pinos nos terminaron por cubrir. Nuestras actividades transcurrían ahora entre monocultivos y contaminación. Donde antes había quillayes, boldos, robles y laureles, se plantó pino. Nos rodearon de ese invasor foráneo que cercó nuestras casas a un ritmo apresurado.

Era plantar, abandonar, cortar y vender: una ganga.

El pino, en zonas con estrés hídrico debe ser una de las especies más dañinas. Tan rápido como crece, destruye y desequilibra por completo al ecosistema en el que es inserto. Ofrece un medio perfecto para alguien que busca beneficios rápidos. En la primera etapa, solo se necesita comprar un terreno y plantar; y en tres o cuatros años se tendrá un bosque listo para la tala. Mientras el empresario o microempresario produce, seca las napas, destruye la flora y fauna autóctona, y corroe el suelo. Aun así, lo más peligroso sigue siendo su carácter inflamable. El pino es el conductor de fuego perfecto.

III. INFIERNO
Para salir y entrar a La Concepción sigue siendo necesario pagar un peaje de $1.340 pesos. Sería razonable pagarlo una vez, pero no también de regreso. Si uno de los habitantes necesita llevar a su hija a una clínica u hospital en Chillán debe pagar por dos. Ninguna autoridad ha hecho esfuerzos reales por terminar con ese abuso, ni tampoco con muchos otros por parte de las forestales.

El lugar donde estuvo mi casa fue alcanzado esta semana por los incendios. El fuego quemó incluso parte de la misma Celulosa, como queriéndola hacer estallar por medio de sus peligrosos químicos. Los protocolos de la empresa para prevenir este tipo de situaciones no sirvieron. Hasta la fecha ninguno de los vecinos sabe cuáles son. Como bien dijo la alcaldesa de Santa Juana: «No hay un plan para el monocultivo».

Recuerdo que antes iba harta gente a veranear en la zona costera del Ñuble. Se bañaban en el río en el que ya nadie se baña. Se subían a quillayes que ya no existen. Pescaban peces que ya no es recomendable comer. Tomaban agua que ya no se debe tomar. Por eso, en la actualidad ya casi nadie va a pasear allí: la zona durante los veranos es asfixiante y ver hectáreas de pinos y pinos es desolador.

Lo que está pasando, la gente del Ñuble lo veía venir; para sus vecinos era tema recurrente. La zona venía siendo azotada por incendios durante los últimos años. Ahora, ante la falta de planes de contención, muchos tendrán que levantar sus casas entre los escombros, con la esperanza de no encontrar a sus animales calcinados. Varios me contaron que el sonido de los árboles quemados y el quejido de los animales era lo más parecido a estar en el infierno sobre la tierra.

Sin duda que causas a gran escala, como el calentamiento global, influyen año a año en los incendios. Nuestro desafío en esa materia es enorme. Pero también tenemos mucho por hacer a nivel local: la zona centro-sur se llenó de pinos y eucaliptus y el agua escasea. Mientras tanto, y cuando más que nunca esperamos una reacción, los que dirigen las forestales están en silencio.

Industrias como la Celulosa siguen siendo necesarias, más aún en un país exportador de materias primas. Chile necesita producir, su gente lo requiere. El problema está en los límites, las formas y en las promesas incumplidas. La empresa nunca se hizo parte de la comunidad. La especialización nunca llegó: los cargos de sueldos altos son ocupados por personas de afuera y la zona se llenó de trabajadores de empresas contratistas. Los camiones madereros son un peligro. El río está oscuro, el agua escasea en verano, el olor provoca jaquecas, el ruido no deja dormir, los tóxicos producen enfermedades y los pinos favorecen los incendios. Los altos mandos de Arauco viven desconectados, en sus barrios exclusivos, mientras a la gente del Ñuble se le queman sus casas.

Es momento de presionar por un cambio. Esta ola de incendios tiene que ser el punto de inflexión que necesitamos. Ante la magnitud de la catástrofe lo mínimo que debería exigirse a las forestales y también a madereros más pequeños es que se intercale un porcentaje de bosque nativo en sus monocultivos. ¿Quiere producir? Reforeste una parte con flora autóctona. ¿Piensa hacer negocio? Aleje sus pinos de las poblaciones. ¿Busca ganancias? Retribuya a la zona que sufre las consecuencias negativas de su industria.

La reacción debe venir de forma propositiva, buscando el equilibrio entre desarrollo y sustentabilidad. Si no, este infierno terminará consumiéndonos a todos.

(*)Este relato fue construido por el autor a partir del testimonio de su madre, habitante del sector descrito. Las fotos que lo acompañan han sido enviadas en estos días por un vecino del lugar.