Columna publicada el lunes 13 de febrero de 2023 por Ciper

Sobre Zona de obras, de Leila Guerriero (Anagrama, 2022).

Da igual si el objeto de su escritura es un pianista excéntrico y vanidoso que vive preocupado por la farándula argentina, las listas de libros que definen una personalidad, unos bailarines folclóricos perdidos en la provincia de Córdoba o las catastróficas consecuencias del VIH en Zimbabue. La pluma de Leila Guerriero (1967) se hunde en cualquier superficie, por dura que sea, con precisión quirúrgica y una fuerza descomunal, haciendo que la escritura parezca un oficio sencillo, y no el ejercicio tedioso, difícil y endiabladamente frustrante que es. Zona de obras —publicado originalmente en 2014 y que ahora ve la luz en una nueva edición revisada y aumentada— reúne una treintena de textos suyos acerca de la escritura, el periodismo y la crónica, en un volumen imperdible para todo aquel que quiera detenerse en el revés de la trama que implica poner palabras sobre el papel.

El libro compendia las diversas respuestas que la escritora argentina, a lo largo de varios años, se ha hecho a las preguntas: ¿para qué se escribe?; ¿por qué se escribe?; ¿cómo se escribe? En conferencias, columnas de opinión y ensayos diversos, Guerriero revisa su caja de herramientas y muestra cuáles son los aspectos más relevantes a tener en cuenta al momento de componer un texto. Porque a pesar de que lo suyo sea principalmente la crónica —objeto de constante reflexión en estos escritos—, esas herramientas son mucho más que un manual de instrucciones para periodistas: son la honesta reflexión de una persona enamorada de la palabra exacta, del texto preciso, con filo y, sobre todo, con punto de vista.

Ese amor, sin embargo, no es ingenuo ni romántico: «Escribo como si boxeara. Hay una rabia infinita dentro de mí, una violencia infinita dentro de mí, una nostalgia infinita dentro de mí, una furia infinita dentro de mí, un arrebato ciego dentro de mí».

El libro de Guerriero rezuma un feroz cultivo del oficio, una disciplina brutal para retratar con justicia aquello sobre lo que se escribe y que implica una investigación exhaustiva, muchas horas frente a la pantalla, una detenida corrección y revisión del resultado y, sobre todo, paciencia para que emerja aquello que se quiere decir. Una disciplina que, como dice la autora, va acompañada de soledad y aislamiento como un precio que hay que pagar para conseguir textos que logren transmitir algo valioso.

En uno de los textos incluidos, “Mi diablo”, Guerriero relata su formación lectora de la mano del «señor Equis», quien la acercó a los clásicos por medio de un ejercicio de humillación y crecimiento: «El señor Equis me hizo leer los clásicos a una edad en la que uno solo debería leer a los clásicos; me enseñó el respeto por la disciplina y por la tradición, diciéndome que no podía leer a Cortázar sin saber quién era Chéjov, y que aunque lo que Cortázar escribía me pareciera fácil, era producto de horas de tecleo sobre la máquina». Cortázar y Chejov no son referencias al voleo en la formación de Guerriero: ella se nutre de manera deliberada en la literatura más que en el periodismo de investigación. De ahí que los libros de Richard Ford, Lydia Davis, John Irving o John Cheever, las películas de Coppola, Von Trier, Bergman o Lynch, las canciones de Leonardo Favio, los cuadros de Hooper o la música de Brahms o de Bach, entre muchas otras referencias, sean notoriamente más importantes que los manuales o las técnicas que el periodismo de investigación señala como fundamentales para practicar el oficio. O las enseñanzas de Foster Wallace, Piglia, Lydia Davis o Caparrós, sobre las cuales vuelve una y otra vez; tanto, que ellos se convierten, también, en nuestros maestros. De ese modo, la crónica o el periodismo que cultiva la argentina, más que un mecanismo por medio del cual se busque la simple comunicación de un contenido, es un arte abierto a todos los estímulos a su alrededor.

Sin embargo, aunque la literatura, el cine, la pintura y la música sean presencia constante en sus columnas y conferencias, la preocupación principal de Guerriero es acerca del ejercicio del periodismo narrativo. Hay varias frases que, como mantras, van dando cuenta de un modo de entender la profesión: «El periodismo narrativo se construye, más que sobre el arte de hacer preguntas, sobre el arte de mirar». A medida que pasan las páginas va delineándose esta arte poética de un periodismo siempre atento al estilo. Lo que distinguiría, así, los miles de artículos sobre Sinatra, las guerras mundiales o los cruceros de las obras maestras de Mitchell, Talese, Hersey o Foster Wallace es un modo particular de contar, donde no importa tanto la información como la perspectiva desde la cual se crea una pieza original. O, dicho de otro modo: «Un periodista narrativo es un gran arquitecto de la prosa, pero es, sobre todo, alguien que tiene algo para decir». La autora, sin embargo, no habla de adornos y florituras; no está dando rodeos para hablar solamente de buena escritura. Está hablando, sin más, de su concepción del buen periodismo.

Un elemento distintivo del modo en que Guerriero concibe el periodismo narrativo está en su posibilidad de entregar siempre un matiz. Ante la pregunta de si, en un mundo cada vez más rápido y desechable, tiene sentido ejercer este tipo de periodismo, se responde de manera enfática: «Sí, porque desprecio un mundo plano, de malos contra buenos, de indignados contra indignantes, de víctimas contra victimarios. Sí, porque allí donde otro periodismo golpea la mesa con un puño y dice qué barbaridad, el periodismo narrativo toma el riesgo de la duda, pinta sus matices, dice no hay malo sin bueno, dice no hay bueno sin malo». Este periodismo está lejos de la propaganda y de la corrección política, se detiene en aquello que está observando y busca mostrarlo con justicia y en toda su complejidad. O, como afirma en otro lugar, «se escribe tratando de entender», lo que exige suspender los juicios moralizantes y predisponerse a aprehender aquello que nos aparece, a primera vista, como condenable. Como toda buena literatura, al fin y al cabo.

Otro de los vicios a los cuales quiere escapar la autora es el del lenguaje muerto, ya sea por superficial o porque lo ahogan las jergas incomprensibles. Como cuando afirma, al hablar del periodismo cultural: «Si bien es verdad que un periodista debe informar sobre lo que el piano dijo, la diferencia entre un texto anodino y un texto superior reside en la capacidad de ese periodista para entender cuándo es momento de abrir el cuadro y enfocar, además del piano, los calcetines del pianista». Las herramientas literarias son las que le permiten la construcción de atmósferas fascinantes, de personajes inolvidables o de tramas atrapantes, que obligan a seguir leyendo y que entregan, más que cifras, nombres o estadísticas, una idea clara de que allí ocurrió algo fundamental. Y aunque puedan, a veces, no interesar los tópicos particulares que aborda este tipo de periodismo, de la mano de Guerriero nos vemos obligados a tomar conciencia acerca de la propia mirada que dirigimos a nuestro alrededor.

Zona de obras es un libro ineludible; un libro que muestra con pasión las posibilidades que tiene de incidir en el mundo un texto bien logrado, y que resalta en más de una ocasión la diferencia entre escribir correctamente y escribir, en palabras de la propia autora, «asquerosamente bien». No es ingenuo acerca del poder de la palabra escrita ni pone en ella unas expectativas desmedidas. Por el contrario, es en esa modestia donde radica toda su responsabilidad: «Si las palabras que escribimos están tremendamente vivas quizás no hagan que el mundo sea un lugar mejor, quizás no hagan que las cosas cambien, pero alguna vez alzarán su mirada terrible y mirarán a un lector a los ojos y le dirán lo que tengan que decir». Y allí queda arrojado el desafío para todo aquel que intente llegar a puerto.