Columna publicada el día 26 de febrero de 2023 por La Tercera. 

La estrategia de supervivencia post plebiscito del gobierno del Presidente Gabriel Boric ha sido abrazar la ambigüedad. Cada puesta en escena de la administración está diseñada para generar interpretaciones contradictorias según dónde se ponga el énfasis, haciéndole guiños tanto a los sectores moderados como a la ultra. Esto permite a sus minuteros comunicar siempre a dos bandas. Se replica, en cierta forma, la vieja lógica deshonesta de la Concertación que cuadraba el círculo entre autoflagelantes y  autocomplacientes echándole la culpa al régimen institucional por bloquear cambios que, en realidad, no querían hacer. “Hoy no llega el socialismo, mañana sí”. Pero en el caso de Boric la apuesta es mucho más extrema, porque ya ni siquiera puede jugar la carta de Pinochet. No le queda más que practicar el jesuitismo en su segunda acepción de diccionario -la contorsión, duplicidad u opacidad deliberada- y cruzar los dedos.

Sin embargo, esta estrategia, aunque comprensible, no tiene futuro.

A nivel nacional, el espacio para los dobleces es cada vez más limitado. Se exige claridad de visión y de propósito. Y la agenda la imponen las circunstancias: hay una demanda clara por desplegar una visión de derecho penal del enemigo en contra de organizaciones criminales y terroristas. Se espera una muestra implacable de fuerza por parte del Estado contra quienes han hecho su profesión atacar la paz civil y violar las leyes de la República. La insistencia popular en culpar a grupos terroristas por los incendios forestales en la Araucanía puede intentar ser matizada -como hizo, sin mucho éxito, el ministro Montes- pero también debe ser entendida como una demanda por tratar de una vez por todas a los grupos insurgentes de la zona sur como enemigos públicos y no como meros ciudadanos infractores. Lo mismo vale para narcos y bandas de delincuentes urbanos.

En cuanto al rol de los privados, también es necesaria una doctrina clara. La nueva izquierda se formó despreciando tanto a la sociedad civil -excepto a los grupos de protesta que exigen más Estado- y a las empresas privadas. Pero ahora han notado que es imposible satisfacer las necesidades del país sin un sector privado robusto. Eso se tiene que traducir luego en una visión consistente: el gobierno no puede seguir jugando a felicitar con una mano a los privados y pegarles con la otra, sin explicar por qué. Si queremos un mejor capitalismo tiene que ser con reglas claras y no basarse en los caprichos del gobierno de turno.

Por último, a nivel internacional es hora de que el Presidente ponga la tradición y los intereses de Chile por sobre sus gustitos ideológicos. Argentina es un país en extremo polarizado políticamente, con un Estado débil controlado por una clase política corrupta y desvergonzada. Chile nunca ha podido confiar en ellos como aliados políticos ni económicos. La insistencia absurda del Presidente Boric por acercarse al eje decadente del castrochavismo y los populismos  regionales no tiene sentido. Haber debilitado nuestras relaciones con Perú o el Reino Unido para caerle bien a esa patota de barrio es absurdo. La recepción de los expatriados nicaragüenses debería ser un punto de inflexión en nuestra política internacional.

Si el gobierno de Boric insiste en la ambigüedad, el único resultado será extender la polarización interna en el país y, probablemente, regalarle la banda presidencial a una versión chilena de Duterte o Bukele. La nueva izquierda debe asumir una renovación política si pretende mantenerse en el poder, y esa renovación implicará notificar a la ultra que queda adentro del gobierno que o se ajusta a la moderación o vuelve a la calle. El PC a la Jadue o Gutiérrez, tanto como el subsecretario Ahumada, no deberían seguir teniendo un espacio en el oficialismo.

Un giro centrista honesto permitiría al gobierno validar y mejorar sus relaciones con la centroderecha, así como generar las condiciones para la instalación de un marco constitucional adecuado a un nuevo pacto de clases sostenido en un Estado social. Es decir, recuperar un horizonte de desarrollo social y democrático, en vez del desorden bananero y violento que se instaló en Chile disfrazado de “dignidad”.