Columna publicada el martes 14 de febrero de 2023 por La Tercera.

Cuando el Presidente Boric afirmó que ninguno de los convictos indultados por él era un delincuente, no se refería a que no hubieran cometido delitos (por algo habían sido condenados) sino a que no eran personas que hubieran hecho del crimen su profesión habitual. Por cierto, estaba equivocado. Sin embargo, la distinción que utilizó es parte del sentido común de los chilenos: es distinto un ciudadano infractor, alguien que viola la ley en algún punto pero que normalmente rige su conducta de acuerdo a ella, que una persona que organiza deliberada y sistemáticamente su conducta contra el orden legal vigente. Las expectativas que la comunidad política puede depositar sobre la conducta de un ciudadano infractor son las opuestas a las que puede depositar sobre un delincuente: del primero se puede esperar adecuación, mientras que del segundo es del todo esperable que vuelva a cometer un delito. ¿Por qué deberían, entonces, la ley y la justicia tratarlos de la misma manera? No sólo en Chile esta duda ronda en la opinión pública, y varias disposiciones legales la reflejan. 

 

El jurista alemán Günther Jakobs sistematizó esta intuición. Al derecho penal orientado a combatir a los delincuentes en base a su peligrosidad y no estrictamente según los actos que vayan cometiendo lo llamó “derecho penal del enemigo” (mismo título de su famoso libro de 1985). Al derecho penal que castiga estrictamente de acuerdo a la responsabilidad por los actos cometidos, lo llamó “derecho penal del ciudadano”. La justificación de la diferencia entre uno y otro viene dada por el derecho de la comunidad a protegerse de agentes agresores que utilizarán cualquier ventaja legal que la comunidad les otorgue para tratar de dañarla. El agente agresor, en ese sentido, equivale a un combatiente enemigo capturado en el contexto de una guerra, y se le reconocen sólo los derechos humanos básicos que tiene un prisionero de esas características, del que se presume una nula lealtad respecto a la comunidad política a la que ataca. 

 

De esta forma, el Presidente Boric, al hablar de “delincuentes” como categoría sociológica, inconscientemente apeló a una distinción que los penalistas de izquierda progresista suelen considerar inaceptable. Es claro que lo hizo de manera inconsciente pues la justificación que utilizó para liberar a los convictos era la de buscar la “paz social”, una idea que remite a la noción de que los delincuentes son víctimas de las circunstancias y el maltrato del sistema, lo que puede ser corregido por una política criminal humanitaria y compasiva. Misma idea que ronda la propuesta de crear cárceles especiales para delincuentes miembros de grupos indígenas, con el objetivo de brindarles una reclusión respetuosa de sus supuestas costumbres ancestrales (privilegios tales como los que disfruta, por ejemplo, Celestino Córdova).

 

La paz social en el marco del derecho penal del enemigo, al contrario de lo que piensa el Presidente, es una paz organizada en contra del crimen organizado. Su objetivo es anular todo lo posible la capacidad de hacer daño de sus miembros, tomando en cuenta solamente sus derechos humanos más básicos. Un ejemplo de políticas de este tipo puede ser apreciada en el caso del jefe de la mafia siciliana Matteo Messina, capturado recientemente en Italia. A diferencia de otros reos, Messina no tiene derecho a visitas familiares, y no lo tendrá tampoco al ser condenado. Sólo podrá contactarse con su abogado. La legislación penal italiana contra los mafiosos no los trata igual que a lo demás ciudadanos, sino más bien como combatientes enemigos capturados. Algo similar, que se puede apreciar en la novela “Patria” de Fernando Aramburu, a lo que se hacía en España en relación a los terroristas vascos, que eran enviados a presidios lejanos al País Vasco, con un régimen de visitas más estricto y limitado que el de los presos comunes. En el caso chileno, un ejemplo de derecho penal del enemigo, pero lleno de defectos, es nuestra legislación antiterrorista. 

 

Por supuesto, ni Jakobs ni nadie razonable puede desconocer el vínculo obvio entre desigualdades extremas y el poder del crimen organizado. Las mafias siempre se han alimentado de la miseria humana producida por estructuras sociales altamente injustas. Luego, reforzar el derecho penal del enemigo para combatir el crimen organIzado no es excluyente con buscar mayor prosperidad y mejor distribución de la riqueza. De hecho, bien podría ser visto como una condición básica para lo segundo: difícilmente hay prosperidad ahí donde reinan la impunidad y las pandillas. 

 

El costo de no generar políticas criminales que distingan entre ciudadanos infractores y delincuentes es generar escenarios donde el Estado termine operando simplemente como otra pandilla en contra de las demás pandillas y bandas criminales. Es decir, de manera casi totalmente arbitraria. Esto lo podemos ver con claridad en el caso de la República de Filipinas bajo Duterte o en el tan comentado El Salvador de Bukele. Los episodios más oscuros de la batalla del Estado colombiano contra las FARC, como los casos de falsos positivos, caben también dentro de esta categoría. Y es lo que cada vez más gente exige en Chile, ante la operación de grupos terroristas etnonacionalistas en el sur, el crecimiento del poder del narco y la llegada de bandas criminales venezolanas y colombianas. 

 

Irónicamente, entonces, no aplicar mano dura cuando todavía hay estado de derecho puede llevar a su completa disolución. La creciente demanda y uso de fuerzas militares para labores de policía es un mal augurio en este sentido: significa que estamos, de facto, entendiendo lo que ocurre en las calles como una amenaza enemiga a la integridad de la nación, pero esa amenaza no se encuentra debidamente codificada legalmente. Luego, se genera una nebulosa que obviamente preocupa a los militares, pero que debería preocupar especialmente a quienes pretenden resguardar la forma republicana del poder civil. Lo honesto y prudente, si se quiere tratar al crimen organizado como enemigos de Chile, es legislar de acuerdo con esa idea, en vez de devaluar las garantías de todos los ciudadanos con la excusa de no generar distinciones odiosas. Si no queremos Bukeles ni Dutertes pasado mañana, quizás es momento de seguir hoy el derecho penal del enemigo desarrollado en países como Italia o España. Un verdadero acuerdo de seguridad nacional debería contemplar sin duda esa dimensión, combinada de manera inteligente con compromisos concretos en materia de justicia social y redistribución. 

 

Por último, la capacidad para generar una política criminal severa y sin complejos contra el crimen organizado es una prueba de blancura para la izquierda democrática: sólo las izquierdas revolucionarias temen que una legislación democrática contra grupos criminales pudiera ser utilizada en su contra una vez que emprendan actividades de insurgencia. Las izquierdas democráticas no tienen por qué exhibir ese temor, al haber renunciado a la aspiración de utilizar “todos los medios de lucha” para tomar el poder.