Columna publicada el domingo 19 de febrero de 2023 por El Mercurio.

Esta semana, el gobierno logró la extraña proeza de convertir una emergencia nacional en una disputa ideológica entre las almas que lo habitan. Así, el debate en torno al eventual royalty a las empresas forestales —como respuesta a la búsqueda de responsables de los incendios— se convirtió en un ejemplo adicional de las dificultades que enfrenta día a día el oficialismo El libreto es invariable, y funciona como sigue. A partir de cualquier coyuntura, se aplica un esquema maniqueo que simplifica los problemas a través de la identificación de los supuestos malvados. Luego, cuando dicha tesis no logra ajustarse a la realidad, se produce un retroceso parcial en medio de la cacofonía. El resultado no tiene nada de sorpresivo: el gobierno transmite una sensación de desorden y no alcanza a comunicar nada. En rigor, el ejecutivo tiene espasmos más que mensajes coherentes.

Guste o no, el origen de estas ambigüedades está en La Moneda. El propio presidente fue quien mencionó —en el fragor de la lucha contra los incendios— que la industria forestal requería modificaciones profundas. Sin embargo, al no precisar el alcance de su declaración ni acotarla con exactitud, abrió la puerta para los entusiastas de la tribu. La ocasión fue aprovechada por Esteban Valenzuela, ministro de agricultura, que se apuró en anunciar cambios tributarios para las empresas forestales (hay que notar el nivel del desorden: un ministro sectorial quiso convertirse en portavoz en materia de impuestos). Finalmente, la ministra del interior corrigió a su colega de agricultura, tratando de cerrar la brecha abierta por el mandatario.

El primer hecho llamativo es, sin duda, la compulsión maniquea: ¿qué sentido tiene entrar en una discusión de este tipo cuando la prioridad exclusiva debe ser apagar los incendios? La única conclusión posible es que, para cierta izquierda, todo sirve a la hora de alimentar las obsesiones ideológicas. Ayer fueron los carabineros y las inmobiliarias, hoy son las forestales, y quién sabe de qué estaremos hablando mañana (a propósito de Carabineros, ¿algún dirigente frenteamplista ha pedido disculpas públicas por haber tratado de homicidas, haciendo uso y abuso de todos sus privilegios de clase, a funcionarios absueltos por la justicia?).

Desde luego, la discusión sobre las forestales puede tener su pertinencia, pero hace falta algo más que consignas vagas para tratarla en su mérito. Además, antes de entrar en ella el Estado debe aclarar cuánta intencionalidad hubo en los incendios y castigar a los eventuales culpables. Si el aparato público no es capaz de cumplir esa función elemental de esclarecer los hechos, todo el resto se volverá vano. Nos encontramos acá con un desafío ineludible, que pasa por rehabilitar el Estado. Todas las transformaciones soñadas por la izquierda no irán más allá de la ilusión si el Estado no recupera la autoridad y prestancia necesarias (que la misma izquierda que nos gobierna horadó estando en la oposición).

Cabe añadir que todo esto se produce en medio de una creciente fragilidad del ejecutivo, que cuenta cada vez con menos espacio para impulsar su agenda. En esta misma secuencia, el fiscal nacional corrigió al subsecretario del interior, al aseverar que —hasta ahora— las forestales son víctimas, y deben ser tratadas como tales. El gobierno enfrenta cierta soledad institucional que revela, a su vez, la ausencia de un plan político articulado. Hay un desajuste entre la ambición de los objetivos enarbolados y los medios para alcanzarlos. ¿Cuál es, en definitiva, el proyecto de este gobierno? ¿O debemos conformarnos con la idea de que, un año después de haber asumido, el gobierno sigue ignorando su derrotero?

Estas consideraciones obligan a formular —al menos— dos inquietudes. La primera guarda relación con el alcance del bullado cambio de gabinete. Es evidente que hay carteras que no resisten más anomia —cancillería y educación son las más obvias, pero no las únicas—, pero la verdad es que el problema fundamental no pasa por el equipo sino por la conducción. Para decirlo de otro modo, ningún cambio de gabinete podrá resolver por sí solo los problemas de identidad que aquejan al gobierno (y, sobre todo al primer mandatario). En ese sentido, la expectativa depositada en el recambio de nombres es completamente excesiva. Si el ministro Valenzuela se engolosinó en esta ocasión, el único motivo es que el presidente le ofreció la oportunidad. Tal es el meollo del asunto.

La segunda inquietud es bastante más grave, y tiene que ver con el destino del país. Chile vive momentos difíciles: proceso constitucional incierto, situación económica muy delicada, crisis migratoria y de seguridad, y la lista podría seguir. En esas condiciones, no podemos darnos el lujo de un gobierno paralizado por sus propias dudas existenciales. Son demasiadas las urgencias, demasiados los nudos y las tensiones como para permitirnos un gobierno que no gobierna mientras dura su proceso de introspección.

Al acceder al poder, el sueño colectivo del Frente Amplio era darle un cauce institucional a la crisis social. Hasta ahora, debe decirse que están haciendo todo lo posible por agravarla. Todos pagaremos la cuenta.