Columna publicada el jueves 12 de enero de 2023 por Ciper.

Las cifras son bien conocidas. En Chile, como en buena parte del mundo occidental, el pregrado cuenta con un mayor número de estudiantes mujeres que de hombres (54,1% contra 45,9% en 2021); y, tras una pareja participación de ambos géneros en los programas de magíster, esta tendencia se revierte en el doctorado (el mismo año, 42,7% de mujeres y 57,3% de hombres). En el resto de la carrera académica esta última tendencia persiste.

Quien considera tales cifras no puede sino detectar un problema: desde la perspectiva de las mujeres, acaso ellas enfrentan más obstáculos al desarrollar la vida académica; y, desde el punto de vista de las universidades, se pierde mucho talento femenino que estaba presente en las etapas más tempranas. Comoquiera que se piense sobre las causas de todo esto, el hecho merece atención y respuestas.

Es esto lo que explica dos recientes medidas de aspiración correctiva. Por una parte, se ha determinado que las becas doctorales se asignen en 2023 de modo paritario; por otra, se discute la eventual aplicación del mismo criterio a proyectos de investigación como los del programa Fondecyt. Lo primero es resorte exclusivo de la ANID, y se ha establecido sin mediar discusión con la comunidad académica; lo segundo es hoy objeto de un proyecto de ley actualmente en discusión, el cual se refiere de modo explícito a áreas del saber cuya predominante presencia de hombres tiene por prioritario corregir.

¿Descansan estas medidas e inquietudes sobre un adecuado conocimiento del mundo que describen? ¿Son, acaso, el modo en el que nos conviene enfrentar el problema real que se ha diagnosticado?

Responder a estas preguntas supone atender no solo a la eficacia de una medida para incorporar más mujeres en la vida académica. Después de todo, no es esta la única injusticia que existe en este campo; la mirada con enfoque de género puede abordar algunas inequidades de la vida humana, pero ciertamente no todas ellas. Por lo pronto, están las abrumadoras dificultades que derivan de la condición económica de la mayoría de los estudiantes. Otro tanto puede decirse de la dificultad para hacer ciencia en regiones. Y de ahí no puede sino seguirse un amplio elenco de preguntas.

¿Qué tipo de trasfondo importa más? ¿Sirven las medidas coactivas para corregir cada una de estas injusticias? ¿Por qué para unas sí y para otras no? ¿Se tiene certeza de que las medidas de acción afirmativa se están dejando caer en la etapa o lugar en que los problemas se concentran? ¿Hay un riesgo de haber exagerado de tal modo la crítica a la meritocracia que olvidemos qué criterios son centrales a la hora de adjudicar concursos? Habrá quienes levanten estos cuestionamientos con el ánimo de hacer a un lado la pregunta por la presencia femenina. Pero existe también otro espíritu bajo el cual pueden ser leídos: pueden volvernos conscientes de que son un conjunto de consideraciones y demandas legítimas los que están simultáneamente sobre la mesa, y que una respuesta justa debería atender a todas ellas.

Estas preguntas afectan de modo directo las medidas actualmente en discusión. Consideremos, en primer lugar, la postulación a becas. Según informa la misma ANID, en los últimos seis años las becas doctorales han tenido un 42,8% de postulantes mujeres y un 57,2% de hombres; si se mira la adjudicación, en tanto, nos encontramos con un 43,1% de mujeres y un 56,9% de hombres. No se requiere especial agudeza para notar que aquí el problema está en el número de las postulaciones, y no en el proceso de evaluación y adjudicación de becas. La paridad forzada propuesta en el actual concurso, sin embargo, se dirige al proceso de adjudicación. Una medida que se deja caer ahí ataca síntomas en lugar de causas. Pero además, se corre así el riesgo de perjudicar a las mujeres. Si se mira no las becas para doctorado nacional, sino en el extranjero, las cifras del 2022 son elocuentes: hubo un 51,8% de postulantes mujeres, que a su vez se adjudicaron el 58,7% de los proyectos. Si cifras semejantes se dieran en el concurso nacional, la paridad —tal como sucedió en la última elección de convencionales— habría acabado perjudicándolas.

Este tipo de problemas se replican en la adjudicación de proyectos, y se añaden ahí además otros. Se ha sugerido que medidas como esta incentivan un mayor número de postulaciones por parte de las mujeres, lo que a su vez repercutiría sobre las adjudicaciones. Pero al menos para el caso de los proyectos de investigación, esto no aplica. Después de todo, los académicos con cargo en una universidad tienden a estar o contractual o virtualmente obligados a participar en estos concursos, de suerte tal que no hay un universo significativo de postulaciones potenciales que exceda las efectivas.

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Estas simples consideraciones recién expuestas ya sugieren algo muy sencillo. Una cosa es la paridad aplicada a materias como la elección de convencionales u otros cargos políticos (también ahí, desde luego, ella admite concreciones mejores y peores), y otra cosa es su aplicación en áreas más delicadas de la vida humana. Una medida pertinente en un campo de la vida puede resultar tosca en otro. Y ocurre —esto no debiera ser sorpresa— que la vida académica tiene sus propios equilibrios y un tipo de especificidad que fácilmente se arruina con medidas de carácter intervencionista que ignoran su naturaleza. Más que la exactitud de las cuentas, como escribe Sylviane Agacinsky, habría que velar aquí por el «principio general de la mixitud». Eso no significa ser indiferentes respecto de criterios cuantitativos, pero sí supone ponerlos en su lugar.

Después de todo, el intervencionismo se vuelve tanto más rígido cuánto más puramente cuantitativo sea el criterio usado. En los casos que aquí discutimos esto tiene consecuencias palpables. En la asignación de becas, por ejemplo, una persona trans será tratada conforme al puntaje de corte del género con que se identifica, mientras una persona no binaria recibirá el puntaje de corte que más la favorezca. Así lo establecen las bases. Esta aproximación parece difícil de justificar, pero resulta casi inevitable una vez que se apuesta por abordar estos asuntos con la rigidez a la que obliga la norma de paridad. Con tales criterios no sería extraño, por lo demás, que la adjudicación de becas termine judicializándose.

El asunto se puede aclarar pensando también en los Grupos de Estudio que evalúan los proyectos de investigación. Es bueno que sean paritarios, y como regla tienden a serlo. Pero también es deseable que las distintas instituciones de nuestro sistema universitario se encuentren ahí representadas. Debe asimismo cuidarse el equilibrio entre Santiago y regiones. Pero hay un equilibrio más fundamental que todos estos, y es el de las subdisciplinas de cada rama del conocimiento. Estos Grupos reciben proyectos altamente especializados, y nada es peor que carecer ahí de personas que puedan juzgar de modo adecuado sobre los mismos. Pues bien, en el pequeño universo de la ciencia nacional no siempre es viable cumplir con el conjunto de estos criterios a la vez. Se trata de una pertinente aspiración con la que por lo general se cumple, pero como no puede cumplirse siempre se requiere de medidas prudenciales y no coactivas, que permitan dar primacía al criterio que más importa para el trabajo que realizan.

Consideraciones análogas cabe levantar respecto de la paridad en los claustros. Una vez más, la pregunta no es si acaso impulsar la presencia de mujeres, sino cómo. ¿Es deseable el tipo de medidas hoy propuestas, o se trata de mecanismos intrusivos que ignoran el delicado ecosistema en que se los pretende aplicar? ¿Qué ocurre cuando un programa de regiones logra consolidar un programa doctoral de valor único para su zona, pero sin paridad? Que por regla de paridad sus profesores no se adjudiquen proyectos inevitablemente golpea la acreditación del programa, y esto a su vez repercute sobre la posibilidad de sus alumnos —mujeres y hombres— para adjudicarse becas. Dicho claustro puede cambiar, desde luego, pero si ese cambio no pasa por desvinculaciones forzosas e injustificadas, el cambio requerirá tiempos extensísimos. En efecto, el impulso a la paridad como fenómeno social estable es un trabajo de largo aliento. Debe pasar por enfrentar las causas de la disparidad académica, por ejemplo, las grandes dificultades que enfrenta una mujer para elaborar un trabajo académico de posgrado a la vez que cuida de los suyos. Una medida correctiva no resuelve en absoluto este dilema: en el caso de las becas nacionales, continúa dejando fuera del sistema al talento femenino que debe cuidar, y además excluye al talento masculino que podría haberse preservado para la ciencia nacional. La simple convicción de que una injusticia debe ser corregida es mala consejera: lo menos que cabe exigir es estudios sobre el impacto que pretende tener una medida y conciencia de sus efectos colaterales. Se trata de responsabilidad mínima ante un sistema universitario con grandes virtudes, pero también serios problemas.

(*) Firman esta columna: Gabriela Caviedes, Universidad de los Andes; Ruth Espinosa, Universidad Andrés Bello; Hardy Neumann, Universidad Católica de Valparaíso; Patricio Mena, Universidad de la Frontera; Luis Placencia, Universidad de Chile; Gabriela Rossi, Universidad Católica de Valparaíso; y Manfred Svensson, Universidad de los Andes.