Columna publicada el viernes 20 de enero de 2023 por Ciper.

Sobre La novela del corazón (Laurel, 2022), de Roberto Castillo.

Para quienes no tuvimos la oportunidad de leer Muriendo por la dulce patria mía en su versión original, publicada en 1998 en la cuasi mítica colección Biblioteca del Sur de Planeta, su reedición en 2017 por Laurel fue una gran noticia que nos permitió acercarnos a la obra de Roberto Castillo. En esa novela, el autor chileno radicado en Estados Unidos se aproxima a la figura del boxeador iquiqueño Arturo Godoy, quien dos veces disputó en los años 40 el título mundial en su categoría y tuvo a todo el país en vilo a la espera de un triunfo que no llegó. Allí se observa a Godoy desde el punto de vista de un narrador ficticio y, en esa interacción, las referencias reales e inventadas se entrecruzan y confunden. En la nueva edición de esa novela se añadió un breve anexo, «¡Esa ficción miente!», en la que el autor relata sus desencuentros con la familia y los seguidores de Godoy a propósito de los engaños y calumnias que los cercanos al boxeador creyeron encontrar en su relato, y que él intentó desmentir sin éxito. Muriendo por la dulce patria mía tiene un gran punto en común con las dos obras posteriores de Castillo (Muertes imaginarias y La novela del corazón, también publicadas por Laurel): desdibuja concienzudamente los límites entre realidad y ficción. O, dicho de otro modo, toma personajes y hechos reales como puntos de partida de sus relatos, pero no escatima en añadir cuotas importantes de invención en ellos. Y, en contra de lo que puedan pensar los deudos de Godoy, esa ambigüedad se convierte en uno de los elementos más atractivos de la narrativa de Castillo.

La última de sus obras, La novela del corazón (Laurel, 2022), está compuesta por ocho relatos en los que figura el corazón humano. Y no como metáfora del sentimiento o del amor, sino en su faceta mecánica: el corazón en cuanto órgano encargado de bombear sangre al resto del cuerpo. Su perspectiva, además, es lo más directa posible: no se siente a través de la piel o de sus signos vitales, sino que se observa en un tórax tajeado y abierto y el cuerpo sangrante; extirpado y guardado en formol; escondido como un talismán. La entrada al libro —en el capítulo 0, «Año Nuevo»— relata con maestría y precisión un trasplante observado por un chileno desganado que, mientras estudia en EE. UU., quiere escribir una novela al respecto.

Contra todo pronóstico, a «Chile» —porque así se llaman unos a otros estos latinoamericanos en el exilio: por el nombre del país de origen— le permiten asistir a esa operación en una posición privilegiada, al costado del cirujano principal. En este capítulo, el autor se ufana de su buen oído, y entremezcla la jerga científica con el habla informal de los latinoamericanos en Estados Unidos o con el lenguaje enrabiado de un doctor enfrentado a una encrucijada imposible.

A diferencia de ese magistral primer capítulo, el resto de la novela no termina de cuajar. Tiene, por cierto, momentos brillantes —el relato de un partido de fútbol en medio de un descampado valle cordillerano, el dibujo de un Valparaíso que se cae a pedazos en plena guerra civil o el personaje de un exsoldado involucrado en el robo del corazón del cadáver de Pinochet—, pero no son suficientes para dotar de unidad a una serie de relatos que aparecen, por momentos, desconectados entre sí (no es coherencia lo que le pedimos a la novela contemporánea, es cierto, pero se necesita de cierta ligazón que permita leerla como un todo).

Más que unos personajes que aparecen aquí y allá en los distintos hilos argumentales, el único tenue vaso comunicante terminará siendo el corazón. Es él el que está presente en el relato del trasplante; en la historia del joven malherido en una trifulca de borrachos (y a quien su padre debe llevar en un bus al hospital más cercano, donde le roban el corazón para donarlo a un paciente en el quirófano); en la accidental muerte del joven Manuel Meredith por parte del doctor Barnard, y a quien su hermana loca (o que finge su locura) buscará vengar durante muchos años; en los fetichismos alrededor de los corazones de Diego Portales y de Augusto Pinochet.

Y aunque exista cierta dificultad para asir el conjunto como un todo, no cabe duda de que Castillo es un extraordinario constructor de atmósferas y de personajes: allí están, con sus giros lingüísticos y sus gestos, la Zunca y la loca contemplando Valparaíso desde los cerros, el Dr. K haciendo de la mesa de operaciones su personalísimo feudo donde se reúnen la ciencia y la violencia, o el doctor Yudin encontrando, frente a un pelotón de fusilamiento, un nombre que le salvará la vida. La falencia de la obra de Castillo, por tanto, es de arquitectura general más que de las piezas por separado. Utilizando el lenguaje de la propia novela, La novela del corazón pareciera querer juntar materiales de distinta naturaleza que no logran convivir del todo en un solo cuerpo. Así como el Dr. K. experimentaba con los perros vagos de Valparaíso, suturando en ellos una segunda cabeza con la intención de probar circuitos y conexiones, el hilo de la mesa de operaciones del escritor pareciera no ser capaz de darle unidad a partes que, por separado, sí tienen vida y fuerza suficientes.