Columna publicada el lunes 16 de enero de 2023 por El Mercurio.

En agosto de 2019, mientras en Chile estábamos a un paso del estallido, un joven estudiante norteamericano acuñaba una fórmula que puede iluminar nuestra situación. Se trata de las “creencias de lujo” (luxury beliefs). No serían ya los artículos de lujo —ahora masivamente accesibles— los que le sirven a la élite para diferenciarse del resto de la sociedad, sino las creencias de lujo.

Rob Henderson, el autor de esta descripción, apuntaba que este modo de distinguirse resulta bastante económico: las creencias de lujo cuestan menos que los objetos de lujo, pero son igual de eficaces a la hora de conferir estatus. El problema, sin embargo, es que estas creencias salen caras a terceros. Son ideas baratas de sostener y caras de sobrellevar.

Esta elemental intuición arroja bastante luz sobre nuestra élite política y cultural. En el campo de la educación, por ejemplo, se levantan discursos que desplazan el mérito y la exigencia. Discursos que rigen la vida de otros, no la de los propios hijos. Porque en la vida propia se sigue pensando y actuando con altas exigencias a la vista. El problema está en el discurso levantado para el resto. Y la pregunta es quién pagará los costos por el mismo.

Henderson lo observaba también en la discusión sobre la vida familiar. La élite que describe se caracteriza por un discurso disruptivo (su reciente fascinación con el poliamor es un buen ejemplo), pero en su propia vida aspira a un entorno familiar medianamente tradicional. Lo suyo no es abolir la (propia) familia, sino la afirmación teórica de que la monogamia es anticuada. Esas creencias, sin embargo, contribuyen a desfondar la vida familiar del resto. En buena parte del mundo occidental el resultado, de hecho, ha sido una creciente brecha de clase en la experiencia familiar, con consecuencias sociales de alcance mayúsculo.

Aunque estos ejemplos nos muestran el papel de esta mentalidad en el campo cultural, está lejos de limitarse a él. Lo más revelador es la fuerza con que estas creencias de lujo operan en torno a las más básicas preocupaciones materiales. Ahí están los discursos de refundación de Carabineros, permisivismo ante las drogas o apertura total de fronteras. Sus consecuencias son simplemente brutales para la gran mayoría del país, pero hay un mundo en el que confiere estatus sostenerlos.

¿Hay algo de esto en la desidia con que se enfrenta la crisis de las isapres? ¿No se acaricia también aquí cierta creencia con una rotunda indiferencia respecto de cómo todo acabe afectando a personas concretas? La idea de unas creencias de lujo no lo explica todo. Pero alertados de su existencia, cuesta dejar de verlas por todas partes.