Columna publicada el domingo 8 de enero de 2023 por La Tercera

Los trece indultos del presidente Gabriel Boric tuvieron la única virtud de no dejar contento a nadie. Ni a la oposición, que se bajó de la mesa de seguridad y estudia eventuales acusaciones constitucionales; ni al socialismo democrático que, metido en el corazón del gobierno, paga los costos de las decisiones de otros (como muestra el complejo lugar en que quedó la ministra Tohá); ni menos a la ciudadanía. Si la encuesta CEP es un buen predictor, todo indica que la sociedad chilena difícilmente interpretará este gesto como uno que responde a la cada vez más sentida demanda por seguridad. El Mandatario logró además enojar a otros poderes del Estado, como se vio en la contundente declaración de la Corte Suprema, que tuvo que recordarle dolorosamente que hay ámbitos sobre los que no le corresponde emitir juicios. Pero es aún peor: esta mala decisión no contentó ni siquiera a aquellos que se suponía serían los únicos felices con la iniciativa. Personeros de Apruebo Dignidad, a pocos días del anuncio, aparecieron en los medios señalando que volverían a la carga con nuevos nombres para acceder al beneficio. Para algunos nunca es suficiente. 

Quedarían únicamente los indultados que, ante esta medida, se mostrarían agradecidos. Sin embargo, el tono y trayectoria de quienes han figurado públicamente parece ser más bien de amenaza. Así, figuras con largo historial delictual emiten declaraciones advirtiendo que no hay que abandonar la lucha, aprovechándose del lenguaje del estallido para darle estatus de protesta política a los crímenes que cometían hace años, y que, como indican sus dichos, no pretenden dejar de realizar. De este modo, los indultos que vendrían a sanar heridas, a colaborar en la búsqueda de paz social, y a liberar a jóvenes que –en palabras del propio Gabriel Boric– “no son delincuentes”, sino que se habrían visto repentinamente arrastrados por las dinámicas de un momento excepcional, no han hecho mucho más que dejar al Presidente más solo y cuestionado que nunca. Aparentemente, arriesgó mucho, por nada. Ya ni las convicciones se sostienen frente a una lista que parece definida al azar, y por la cual, cuando se le pregunta, el Presidente responde, o bien con incómodo silencio, o bien emplazando a la prensa por volver a preguntarle lo que no ha sabido explicar. Quizás simplemente porque no puede hacerlo. 

Y es que de la arbitrariedad e improvisación no se puede dar cuenta. No son buenas consejeras en política, y si llegan a cumplir algún papel, más vale mantenerlas ocultas. El peligro, en caso contrario, es dejar en evidencia que las autoridades no son conscientes del lugar en que están, del cargo que habitan, del peso de las instituciones que resguardan, de las consecuencias de sus actos. La tragedia es que este parece ser justamente el caso: no se ve tras los indultos ninguna convicción profunda ni un estudio pormenorizado que los fundamente. Y el riesgo es que todos los esfuerzos justificatorios terminen revelándose como farsa; como mero disfraz de un gesto que no buscaba tanto la paz social, como la reconciliación del gobierno con un mundo que se siente traicionado por las múltiples renuncias a las que ha obligado el choque con la realidad. El dilema es si el Presidente prefiere congraciarse con tales grupos o con el resto de la ciudadanía; si opta por quienes nunca estarán conformes, o por aquellos a quienes en rigor se debe. En caso de haber elegido lo primero, su soledad se hará irreversible, y a la arbitrariedad solo le seguirá la impotencia.