Columna publicada el domingo 25 de diciembre de 2022 por El Mercurio.

Puede pensarse que, al firmar el acuerdo constitucional del 12 de diciembre, el Frente Amplio (FA) renegó de todas y cada una de las banderas que había enarbolado en los últimos años, y sobre las cuales había construido su identidad. La decisión fue tan dolorosa como inevitable, pues no era posible quedarse debajo de ese tren. Sin embargo —los reflejos siempre vuelven por sus fueros—, varios de sus dirigentes no pudieron evitar criticar el pacto suscrito horas antes. Esto puede explicarse por la necesidad de hablarles a sus bases que, de seguro, no comparten lo acordado. Con todo, ese aspecto no agota la cuestión, pues la molestia no es puramente táctica ni retórica. En efecto, el FA está cruzado por una incomodidad profunda con el desarrollo de los acontecimientos. Para decirlo en simple, abunda la frustración: gobernar no es lo que esperaban. Triunfaron, es cierto, pero no fue tan hermoso.

La paradoja del Frente Amplio puede formularse como sigue: el colectivo tenía mucho más poder cuando era opositor, y de allí la decepción. Si la política consiste en la capacidad de imponer temas y tiempos, nadie lo hizo mejor que el FA en el mandato de Sebastián Piñera. Derribaron ministros, entorpecieron el manejo de la pandemia, validaron la violencia, obstruyeron todas las iniciativas del Ejecutivo y forzaron retiros de los fondos de pensiones. Dejaron al gobierno —y al Estado— en el suelo. En suma, dictaron el tono, hasta el punto de monopolizar la legitimidad política. Esa actitud les permitió alcanzar el poder en medio de un proceso constituyente que prometía concretar todos sus sueños. No era poco. Hoy, administran el aparato público —y los miles de cargos asociados—, pero no pueden hacer lo que desean (y ni hablar lo que prometieron). Nunca una generación se había visto reducida tan rápidamente al más estricto de los aylwinismos: solo puede hacerse lo posible.

Naturalmente, el fenómeno no es exclusivo de Chile ni del Frente Amplio. No es raro que, en cuadros fragmentados, sea preferible mirar desde fuera que ejercer el poder. No obstante, la dificultad del FA para habituarse a la nueva situación devela que, en su caso, hay algo adicional. En rigor, las fuentes intelectuales del FA son inservibles a la hora de administrar el Estado. Por mencionar un ejemplo significativo, el énfasis exclusivo en el conflicto dejó de funcionar el 11 de marzo, y nadie se dio el trabajo de procesar la nueva realidad. La posición de Chantal Mouffe ilustra a la perfección el giro. La politóloga belga lleva décadas insistiendo en la dimensión agonística de la política y en la necesidad de poner por delante las discrepancias. Sin embargo, en su reciente visita al país afirmó sin pestañear que “en la situación actual es importante no antagonizar demasiado en Chile” (La Segunda, 7 de diciembre de 2022). La frase pasó desapercibida, pero fue un acto despiadado de abdicación intelectual, como diciendo: ojalá nadie se haya tomado demasiado en serio las cosas que escribo.

Por otro lado, la posición puramente crítica, de resistencia al poder —inspirada en los trabajos de Foucault—, tampoco resulta pertinente desde la cabeza del Estado. Si acaso es cierto que el Estado opresor es un macho violador (como repetían Lastesis), y si evadir es otra forma de luchar, entonces gobernar se vuelve una tarea imposible. El FA no posee una teoría del poder ni una teoría del Estado y, en esas condiciones, no sabe qué hacer con una estructura que considera ilegítima. Si el Socialismo Democrático ha asumido tantas posiciones clave del Ejecutivo ha sido simplemente porque el FA no sabía qué hacer con ellas, y las ha abandonado. Nadie del FA puede —ni quiere— ser ministro del Interior.

Las dificultades mencionadas dan cuenta de los laberintos que tienen atrapada a la nueva izquierda. Acostumbrada a la lógica de la performance, no encuentra su lugar en el crudo mundo del poder. De hecho, no es casual que las Relaciones Exteriores se hayan vuelto conflictivas, pues los gestos puramente performativos se han refugiado en ese lugar. Solo allí pueden seguirse realizando desplantes simbólicos, pues sus consecuencias no son inmediatas (supongo que la degradación más o menos implícita de la canciller Urrejola es un daño colateral). Las manidas quejas contra el TPP11, la negociación con la Unión Europea, el impasse con el embajador de Israel, y el extraño anuncio de la embajada en Palestina, todo esto responde a la misma insatisfacción: ¿quedará algún área en la que podamos hacer aquello que soñábamos? ¿O estamos reducidos a la más absoluta de las impotencias?

Gabriel Boric encarna de modo prístino las contradicciones del FA, que están bien graficadas en sus personajes antinómicos de primera y segunda vuelta. Cada señal que entrega en una dirección es seguida de una señal contraria; y, apenas toma algo de altura, vuelve muy pronto a sus reflejos más elementales, como si no pudiera conformarse con las limitaciones del poder presidencial. El mandatario y el FA están en el peor de los mundos: tienen poder, pero no saben en qué consiste. Dado que la naturaleza aborrece el vacío, el FA está condenado a ser fagocitado ideológicamente por otros grupos; y, a estas alturas, solo le cabe escoger por quién prefiere ser absorbido. Tal es el destino de las fuerzas que han escogido actuar sin contar con la debida reflexión.