Columna publicada el lunes 26 de diciembre de 2022 por La Segunda.

En marzo de este año, el economista Claudio Sapelli publicó una comentada columna titulada “La chispa”, donde subraya como clave de lectura del estallido el abrupto deterioro en el mercado laboral de los nacidos desde 1989 en adelante, y su impacto en los salarios y expectativas de vida. Sin pretender negar la incidencia de las variables económicas en nuestra crisis —el libro “Atrofia” de Pablo Paniagua respalda este tipo de énfasis—, la tesis de Sapelli no explica (ni pretende hacerlo) por qué el sistema político fue incapaz de procesar el singular malestar que se incubó en la sociedad chilena.

Esta pregunta remite, en último término, a los motivos que subyacen a la separación entre política y sociedad. La interrogante ya era relevante antes de la crisis de octubre y el inicio de la fracasada Convención (tenerla presente tal vez habría sido un antídoto contra las borracheras electorales). Y lo es tanto o más hoy, después del fuerte portazo que las grandes mayorías le dieron a Loncon, Bassa y todos quienes cándidamente creían encarnar al pueblo en su fallida refundación de Chile. La desconexión fue total.

Desde luego, en aquella separación han influido diversos factores, pero todo indica que la brecha entre política y sociedad se vio severamente agravada por las principales reformas políticas de la última década. En particular, ni los cantos de sirena del voto voluntario ni los del nuevo sistema electoral generaron los efectos positivos que anticipaban sus entusiastas promotores.

Acá ningún sector está libre de culpa. Mientras en 2012 el expresidente Piñera decía que el voto voluntario era “un gigantesco paso”, su exministro Larroulet seguía calificándolo en 2016 como una apuesta favorable, que “contribuye a perfeccionar y generar confianza en la política”. La expresidenta Bachelet fue aún más grandilocuente, augurando que el nuevo sistema electoral dejaría atrás el “miedo” y devolvería “a cada ciudadano el poder real de su voto”. Para no ser menos, Rodrigo Peñailillo —entonces ministro del Interior— declaró estar “orgulloso” y “convencido de que nos va a permitir tener una democracia donde habrá una mayoría clara”.

La historia, sin embargo, fue otra: la conjunción de voto voluntario y nuevo sistema electoral empeoró un cuadro político que ya venía deteriorándose. El nuevo esquema favoreció las candidaturas de nicho, la fragmentación partidaria, una lógica electoral distante de la ciudadanía y la consiguiente erosión de nuestra cultura cívica. Por eso es tan importante la restauración del voto obligatorio. Porque quizá sea el primer paso que —junto a otras medidas— ayude a enfrentar la chispa política del estallido. Ahí quizá reside el mayor desafío del nuevo proceso constituyente.