Columna publicada el jueves 15 de diciembre de 2022 por CNN Chile.

La preocupación generada en torno al caso inglés de autorizar el aborto de no nacidos con trisomía 21 o síndrome de Down, después de las 24 semanas, está lejos de estar resuelta. Nuestro país no se ha mantenido ajeno al debate: muy por el contrario, la resolución inglesa ha tenido un tremendo eco en estas últimas semanas, y cartas van y vienen en la prensa. El origen de estos textos tiene que ver con la sentencia de la Court of Appeals que, a fines de noviembre, rechazó el cuestionamiento contra la ley británica que permite el aborto en un feto viable si “existe un riesgo sustancial de que, si el niño naciera, sufriera anomalías físicas o mentales tales que resultará gravemente discapacitado”.

Por desgracia, es un error frecuente de las posturas progresistas asumir como zanjado lo que justamente es materia de disputa: ¿es el feto un sujeto de derechos o solo es un objeto de protección?, ¿ser humano y persona son términos que coinciden o no?, ¿la vida de las personas con alguna discapacidad tiene menos valor?, y así.

Nada de esto es trivial. En la actualidad existen corrientes como la de los personistas (Peter Singer) quienes sostienen que se debe distinguir entre ser humano (concepto biológico) y persona (concepto moral). Esta disquisición conceptual abre la posibilidad de que algún ser humano no califique como persona y pueda ser tratado de cualquier manera (por ejemplo, llegando al extremo de Gran Bretaña). Si, en cambio, todos los individuos de la especie humana somos personas y tenemos igual dignidad –en línea con lo que plantean los personalistas entre los que destaca el filósofo Alfonso Gómez-Lobo–, sería ilícito matar a cualquier ser humano, lo que también vale para los embriones. Si creyéramos posible ser miembro de la especie humana y no ser reconocido como persona, ¿dónde se traza el límite entre ser y no ser persona? ¿No entramos, acaso, en un terreno plagado de peligros y arbitrariedades donde es posible discriminar y eliminar a aquellos miembros de nuestra especie que nos resultan más incómodos?

No se trata de cuestionar las motivaciones que mueven a la mayoría de las personas que pueden encontrarse en una situación compleja frente al diagnóstico de un no nacido con trisomía 21, ante la decisión de selección eugenésica de embriones o incluso ante la eliminación de embriones sanos congelados que no son utilizados por sus padres (embriones “sobrantes”). Pero estos criterios “humanistas” en nada resuelven el dilema moral ante el cual estamos. Más allá de si un feto es viable o no, e independientemente de su condición, tanto el embrión como el feto representan etapas del crecimiento y desarrollo de un ser humano, por lo que exigen respeto, cuidado y el reconocimiento de ciertos derechos por el solo hecho de ser persona.

Una sociedad que busca promover el cuidado no puede poner entre sus premisas la posibilidad de quitar la vida a los más desprotegidos. Quienes defienden el supuesto derecho de la mujer a abortar, no se hacen cargo del estigma que empieza a surgir hacia las personas con alguna condición o discapacidad. El Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU ha hecho ver la necesidad de una reflexión sobre este tema. En un informe señaló que “considera preocupantes las percepciones de la sociedad que estigmatizan a las personas con discapacidad como personas cuya vida tiene menos valor que la de los demás… Los derechos de la mujer a la autonomía sexual y reproductiva deben respetarse sin legalizar el aborto selectivo por motivos de deficiencia fetal”. Una lógica que avale lo anterior atenta contra las condiciones más elementales de la convivencia. Es, justamente, lo que olvidan algunos.

Rabindranath Tagore, poeta bengalí, en una de sus frases célebres, señala: “El bosque sería muy triste si sólo cantaran los pájaros que mejor lo hacen”. Podríamos preguntarnos ¿con qué criterio medimos la utilidad o productividad de un ser humano dentro de la sociedad? ¿Solo en términos económicos? ¿En base a la capacidad intelectual? ¿No sería arrogante e inhumano de nuestra parte atribuirnos tal tarea? ¿Con qué autoridad moral? Y, en último término, ¿quiénes somos nosotros para decidir quiénes cantan y quiénes no? Siguiendo estas premisas, esto es, calificando –con criterios de utilidad– a determinadas personas como servibles e inservibles, nada obsta que estas últimas puedan ser desechadas fácilmente. En momentos así, se abre un espacio para que las personas se hagan las preguntas relevantes desde un lugar distinto de la trinchera en la que suelen estar.