Columna publicada el martes 8 de noviembre de 2022 por La Tercera.

Friedrich Nietzsche, en su “Genealogía de la moral”, acusa a judíos y cristianos de haber destilado una filosofía del resentimiento como venganza sacerdotal en contra de la clase señorial de los imperios antiguos, conformada por personas más poderosas y felices que ellos. El autor estaba convencido de que en el mundo clásico reinaban valores “aristocrático-caballerescos”, basados en “una constitución física poderosa, una buena salud floreciente, efervescente y rica, que incluía aquellas cosas necesarias para su mantenimiento: guerra, aventura, caza, baile, competencias, y todo aquello que implica un actuar poderoso, libre y feliz”. Esta ecuación de “bueno = noble = fuerte = bello = feliz = bendito”, afirma Nietzsche, fue invertida por los judíos, que habrían afirmado que sólo lo bajo, lo triste, lo impotente, lo enfermo y lo feo era bueno, mientras que todo lo alto y noble merecía condena y desprecio. El cristianismo, por su parte, habría tomado esta filosofía de valores invertidos y la habría traficado a todo el mundo en nombre del amor. Con Constantino y sus sucesores, Jerusalén habría demolido Roma hasta sus más básicos cimientos.

En buena medida, lo afirmado por Nietzsche es derechamente falso. Ni el mundo clásico ni la tradición judeocristiana resisten sus caricaturas. Tampoco, por cierto, la Roma cristianizada. Pero el evento tomado en consideración por el filósofo, el de la declaración del Dios de un pueblo esclavo como Señor del universo, efectivamente constituye uno de los momentos políticos centrales de la historia humana. Esto, porque implica, como afirma Peter Sloterdijk (seguidor moderno de Nietzsche), “la primera separación entre Espíritu y poder, antes unidos de forma difusa, como polos opuestos”. En palabras de Carl Schmitt, se había roto “la vieja unidad político-teológica del paganismo”. La emergencia de una distinción entre autoridad política y autoridad espiritual bifurcó el poder total encarnado por las unidades políticas del mundo clásico.

No es, entonces, directamente una inversión de los valores lo que ocurre, sino que emergen dos planos de sentido: el temporal y el trascendente. Y se asume que la organización del plano temporal está regida por necesidades, restricciones y valoraciones distintas a las del plano trascendente. Esta ambivalencia está en la base del pensamiento cristiano y es fundamental para entender a autores como Agustín de Hipona, quien muchas veces es caricaturizado como un pesimista terrible por el hecho de destacar, constantemente, que los bienes de este mundo son nada más que reflejos pálidos y deformes de los bienes del Reino de Dios. Sin embargo, si se lee con cuidado, se hace visible que en su razonamiento no hay un abandono ni un desprecio por el mundo temporal. Simplemente se esfuerza por ponerlo en perspectiva de la vida eterna.

La ambivalencia judeocristiana, por cierto, encuentra su reflejo en el plano institucional: se reconoce el poder de las autoridades temporales como legítimo en tanto emanado de la providencia divina, pero también se le señala como limitado por el propio mandato divino. La comunidad política manda en lo temporal, en tanto que la comunidad espiritual manda en lo que se relaciona a lo trascendente. La historia del principio de subsidiariedad es, básicamente, la historia de los intentos de arreglar la colaboración entre ambas comunidades, considerando que la comunidad de salvación, en el plano temporal, existe como un cuerpo intermedio respecto al Estado, aunque en el plano espiritual sus fines sean superiores y trascendentes. Esto es lo que define la famosa autonomía de los cuerpos intermedios: el hecho de administrar un ámbito de la existencia que no puede ser sometido a los designios de la autoridad política.

¿Es la historia de la bifurcación entre autoridad espiritual y autoridad temporal una historia feliz? Difícilmente. Eso lo sabemos todos. Cada uno de los intentos por resolver de una vez la tensión hacia un lado u otro ha terminado en miserias indecibles. No se pueden refundir los planos, y su separación no deja de generar problemas. Curiosamente, la verdad cristiana es una verdad que hiere. Es una verdad crucificada, de hecho (Ratzinger tiene un texto impresionante sobre la subversión cristiana de la belleza que se trata de esto). Pero no sólo trae problemas: es la bifurcación judeocristiana de la autoridad lo que, como destaca José Luis Villacañas, se encuentra en el origen de la división de poderes. Es también ella la que sostiene la noción de derechos humanos, que son poco más que los diez mandamientos sin la cita correspondiente (para no generar escándalo). Nuestra modernidad, con todas sus virtudes propias, sigue siendo parasitaria de estructuras valorativas y temporales heredadas de la cristiandad negada. Es el gran elefante con sotana en la pieza.

Por supuesto, luego de décadas de hacer como que no lo vemos, aunque celebremos sus manifestaciones periféricas, comenzamos a actuar como si no estuviera ahí. Nos exponemos de manera desmesurada a la fuerza de los reinos de este mundo. Nos entregamos a la idea de que los materiales con que se construyen esos reinos son también los de la felicidad eterna. Plata, poder, dominación sobre otros. Fuerza, resistencia, rendimiento. Todo lo que Nietzsche confundía con lo noble, lo feliz y lo vivo. Todos vivimos empantanados en este enredo, que hoy hace avanzar el aborto y el suicidio asistido eugenésicos, con los países más ricos del mundo como punta de lanza en la causa. Sin embargo, el culto a la fuerza del mundo antiguo debe envolverse todavía en un manto judeocristiano para avanzar: se mata a los débiles en nombre de las víctimas, de la compasión, de la caridad. No en nombre de la vida, la fuerza y la belleza. Matamos todavía con vergüenza. Le tiramos litros de tinta encima al asunto. Lejos todavía del orgulloso gesto con que el funcionario espartano arrojaba al vacío a los recién nacidos que juzgaba poco aptos para la vida espartana.

En este triste entuerto estamos. Y rara vez alguna luz fulmina de manera decidida nuestra miserable confusión: con una vida del espíritu tullida, si nos hablara un matorral ardiente sólo atinaríamos a llamar a los bomberos. Pero la Teletón es una de esas luces. Es una declaración colectiva de que somos capaces todavía de abrazar verdades que duelen, que atraviesan el corazón y que asustan. Es un portazo en la cara al culto al poder y a la fuerza. Es un evento donde los ricos, los deseados, los talentosos y los poderosos de este mundo le rinden homenaje a algunas de las vidas humanas más temporalmente frágiles que conocemos. Es una jornada donde nos obligamos a ver y a sentir a alguien cuya debilidad física nos asusta. Es una fiesta donde somos sanados, somos rescatados, por quienes más ayuda parecen necesitar. Es un día en que el plano trascendente, que transforma por completo la valoración que hacemos de este mundo, irrumpe a sus anchas.

Cuando abrí el diario y leí las declaraciones del Presidente Boric alabando la Teletón, lo primero que pensé fue lo hipócrita que me parecía todo. “Ahora po, ahora que estai arrinconado, te dai cuenta”. Pero después me acordé de la descripción que C.S. Lewis hace del infierno en “El gran divorcio”: un lugar habitado voluntariamente por pura gente incapaz de dejar ir alguna cosa. Gente atrapada por amores enfermos, dirigidos a sí mismos o hacia otros. Y pensé que quizás, que ojalá, el Presidente había sido fulminado por la verdad que resplandece ese día. Recordé también que, según dijo el mandatario en alguna entrevista, su poema favorito de Jorge Teillier –los de Guillermo no parece disfrutarlos mucho- era uno muy breve que se llama “Botella al mar” y que, entre otras cosas, dice “Lo que escribo no es para ti, ni para mi,/ ni para los iniciados./ Es para la niña que nadie saca a bailar,/ es para los hermanos que afrontan la/ borrachera/ y a quienes desdeñan los que se creen/ santos, profetas o poderosos”. ¿Para quién, en suma, escribe? Ratzinger responde: para aquel que, siendo la belleza misma, “se ha dejado desfigurar el rostro, escupir encima y coronar en espinas”, pues “precisamente en este Rostro desfigurado aparece la auténtica y suprema belleza: la belleza del amor que llega hasta el extremo y que por ello se revela más fuerte que la mentira y la violencia”. Más fuerte, en suma, que la muerte que Nietzsche confundió con la vida.

¿Puede ser el giro del Presidente Boric respecto a la Teletón el inicio de una reevaluación dentro de la izquierda del rol de la sociedad civil, de la tradición judeocristiana y sus religiones, y de los límites deseables del poder temporal? ¿Puede ser el inicio de una reevaluación del significado de la subsidiariedad como principio de organización política? ¿Puede ser el primer paso en la recuperación de un debate moral público que no sean puros golpes de efecto publicitario? Quizás. Quizás no. No vivimos en tiempos aptos para grandes ilusiones ni el Presidente parece capaz de permanecer mucho rato en un mismo lugar. Pero mientras leo de nuevo, sentado en un pub, el diario con la noticia sobre la exitosa Teletón, vuelvo a las declaraciones de Boric, las juzgo sin reproche, y levanto mi cerveza en el aire. No todos los días, en realidad, se leen noticias felices.