Reseña publicada el miércoles 9 de noviembre de 2022 en Ciper.

Hija ilustre —el primer «acercamiento a la literatura» de la guionista e ilustradora Bernardita Olmedo, según consigna la solapa de la edición— es un libro construido por medio de imágenes y fragmentos muy breves, a veces de una sola línea, y que en pocas ocasiones supera la página de extensión. No cabe, en ese sentido, leerlo desde las categorías narrativas tradicionales del cuento y la novela, sino, como dice la contratapa, como un «álbum de estampas».

Sin embargo, y a pesar de su minimalismo y su brevedad, logra dar cuenta de una atmósfera familiar tensada por la ambigüedad de toda biografía, donde pertenecer a una estirpe y a un territorio está cruzado por el cariño y el cuidado, pero también por la vigilancia y la sospecha que ejercen los mayores. Y aunque a veces se asome al lugar común —a la hora de mencionar la tensión entre lo chileno y lo mapuche o cuando elabora un discurso de lo provinciano—, escapa del victimismo facilón que podría haber hecho fracasar su propuesta. Su mayor defecto, quizás, está en cierto rencor adolescente que a ratos traslucen estas estampas, que no se condice con la mirada menos categórica y más benevolente hacia su origen que atraviesa el resto del texto.

El libro de Olmedo nos muestra la ciudad de Purén desde la perspectiva de una mujer joven que ha emigrado y que busca evaluar con justicia el vínculo que la ata a su tierra natal. En Purén (tierra de pantanos, en mapudungun) se cruza el imaginario mapuche con el del conquistador español, a lo que se suman los apellidos italianos y alemanes de los colonos posteriores. Desde el comienzo, la experiencia de la provincia consigna una desigualdad establecida, pero que no es la simple inequidad entre chilenos y extranjeros: «Acá los Giacomozzi son tan comunes como los González; un Leonelli no ha leído más libros que un Ulloa; pero un Kausel sí tendrá más tierras que un Llao, simplificación de Yaugbu, que para la pronunciación winka resultó muy rebuscado respetar».

La autora va dibujando ese imaginario de provincias a partir de guiños sutiles pero que poseen una carga imposible de soslayar. Por ejemplo, los nombres de las calles más importantes de Purén refieren a militares y héroes españoles, al tiempo que las referencias a guerreros mapuche están a varias cuadras del centro, lo que da cuenta de una historia escrita por los vencedores que ha vuelto invisible el sustrato que subyacía a la Conquista.

Sin embargo, el modo en que el presente intenta asumir ese desajuste suele ser folclórico y simplista. Así, reformular la Plaza de Armas de la ciudad a partir de una pileta-kultrún que tira tímidos chorros de agua no contribuye a hacerse cargo de una historia cruzada por la violencia y la guerra. En palabras de la autora: «Siglos de brava resistencia indígena que dejaron un saldo de dos calles con nombre mapuche, una mezcolanza de kultrunes y símbolos winkas con fines turísticos, y una roca en honor a catorce españoles que encontraron la muerte por venir a adueñarse de estas tierras. No existe roca para los mapuches caídos».

Toda biografía es única, y esto se nota especialmente cuando el territorio de origen parece tener poco de universal y mucho de particular, como es el Purén de la narradora. El carácter pueblerino está a la vuelta de cada esquina: en la atención que suscita la grabación un programa televisivo dedicado al Chacal de Purén —un asesino que retorna luego de su estadía en la cárcel— o las referencias a la diva del cine Malú Gatica, nacida allí a principios de siglo. Sin embargo, aunque afirme la universalidad de esta experiencia, la protagonista de Hija ilustre no logra salir del dato extravagante o de la anécdota pintoresca para calar más hondo en lo que significan esos hechos fuera de su excepcionalidad.

Purén, tierra de pantanos y de frutillas blancas, ciudad perdida en territorio mapuche, donde la familia es lugar de acogida, pero también de vigilancia, donde la autora se pregunta por la suerte de sus compañeras de colegio que emigraron a la capital y por aquellas que se quedaron allí, perdidas en la provincia. Sin embargo, su balance está lejos del puro agradecimiento o complacencia: «Me molestan los discursos agradecidos. La manía autoimpuesta de ensalzar el lugar en el que el azar te puso. El agua aquí no es más dulce ni los pinos menos dañinos. Los vecinos no son más solidarios ni menos envidiosos que cualquier vecino de cualquier rincón del país». Todo lugar de origen termina siendo, desde esta perspectiva, un espacio donde se cruzan todas las ambigüedades, donde se vuelve difícil responder por qué establecemos un vínculo especial con ese territorio. Y esto vale también para la familia o para cualquier vínculo no escogido, lo que obliga a aceptar, ponderar y valorar aquellos elementos que no son, necesariamente, fruto de nuestra elección pero que igualmente nos definen.

Por último, y aunque no sea su elemento estructurante, este libro de Bernardita Olmedo dialoga con una serie de voces que desde hace años vienen construyendo una subjetividad literaria de lo mapuche desde la poesía y la narrativa. El centro de Hija ilustre no está en la identidad indígena que vienen construyendo desde hace años David Añiñir, Elicura Chihuailaf, Daniela Catrileo o Roxana Miranda Rupailaf, ya que su personaje no pertenece a ese mundo, aunque lo observa y convive con él. Sin embargo, el texto de Olmedo dibuja —aunque con demasiada timidez— otra cara del mismo territorio; una faceta que, menos vinculada a la cultura ancestral y a la tierra, logra dar cuenta de lo urbano provinciano, de su suerte y de su experiencia ambigua y subjetiva. En un contexto donde urge una visión más integradora y menos excluyente de los pueblos originarios, la experiencia de esa convivencia desde la provincia puede abrir una fructífera puerta de comprensión.