Columna publicada el domingo 2 de octubre de 2022 por El Mercurio.

El contundente resultado del 4 de septiembre dejó al país en una encrucijada particularmente difícil. Por de pronto, es evidente que debemos cerrar cuanto antes la cuestión constitucional. Sin embargo, hay una cantidad nada despreciable de escollos. La restricción temporal es el primero de ellos, al que debe agregarse cierto hastío generalizado con un tema alejado de las urgencias sociales. El Gobierno, por su parte, no está en condiciones de conducir el proceso, pues fue protagonista de la derrota y, de hecho, será juzgado por su rendimiento en otras materias (es más: el éxito del nuevo proceso también depende de que el Gobierno pueda responder efectivamente a las necesidades de los chilenos). Los partidos, sabemos, tampoco pasan por un momento estelar. En pocas palabras, el sistema político debe suturar nuestras heridas en medio de una profunda crisis: tal es la magnitud del desafío.

En este cuadro, solo cabe concluir que no habrá cuadratura del círculo sin alta política. Es precisamente en estas circunstancias que la política se transmuta en arte —y los políticos capaces de comprender la hondura de la crisis, en artistas—. ¿Cómo diseñar entonces el nuevo proceso, sin perder de vista las dificultades mencionadas? Me parece que, en este contexto, puede ser útil recurrir a un antiguo concepto de origen griego: el régimen mixto. En términos esquemáticos, el régimen mixto es un sistema que combina diversos principios para tratar de alcanzar un equilibrio entre ellos. La idea, dice Aristóteles, es que cada cual pueda reconocer al régimen como propio, en la medida en que mezcla elementos distintos. Ahora debemos avanzar en esa línea: integrar, en una mixtura, diversas fuentes de legitimidad (Congreso, órgano redactor, partidos, expertos y ciudadanos).

Alguien podría objetar que no hay motivo alguno para acudir a varias fuentes de legitimidad. ¿No reside aquella exclusivamente en el pueblo? La pregunta es pertinente, pero pierde de vista que la voluntad popular dista de ser unívoca, y que solo adquiere consistencia a partir de una serie de mediaciones que la hacen posible. En esto consistió el error de cierta izquierda, que creyó poseer, en exclusividad, el secreto de dicha voluntad. Para que nadie pretenda arrogarse algo así como la totalidad de la soberanía —como, por momentos, quiso hacerlo la Convención—, resulta indispensable disponer de varios mecanismos complementarios. La Constitución es algo demasiado serio como para dejarla en manos de un puñado de representantes que estarán tentados de verse a sí mismos como redentores.

Esto puede ayudar a comprender la discusión sobre los “bordes” del proceso, que constituyen un esfuerzo por tomar nota del plebiscito. Si queremos resultados distintos, no podemos repetir el mismo libreto. Los bordes son coherentes con las limitaciones de tiempo (nadie quiere llevar esto más allá del 2023); y, sobre todo, contribuyen a evitar la ilusión refundacional. Puede pensarse, por ejemplo, que el nuevo proceso debería usar como insumo nuestra tradición constitucional, para hacerse cargo del anhelo de cambios con estabilidad. Sin bordes, volveremos a una incertidumbre total que es buena para nadie (así debe leerse el respaldo del Presidente al concepto de borde).

En virtud de lo anterior, es un error ver en esos bordes una usurpación de soberanía por parte del Congreso. Muy por el contrario, es natural que nuestra principal instancia representativa participe activamente del proceso, evitando de paso eventuales choques entre ambos cuerpos. Después de todo, incluso las reglas que creemos meramente procedimentales guardan vínculos con el contenido. ¿Qué son los escaños reservados si no una decisión que tiene efectos previsibles en la deliberación? El carácter indigenista de la propuesta rechazada venía inscrito en escaños reservados sin proporcionalidad. Los bordes son, en definitiva, un modo de limitar la soberanía de la Convención. Por cierto, debemos ser cuidadosos en la cantidad e intensidad de esos bordes, pero no hay nada escandaloso en ellos. Algo semejante puede decirse de los expertos, que deben estar presentes para otorgar un respaldo técnico que estuvo ausente en el proceso anterior, lo que terminó produciendo desconfianza.

Nada de esto quita que la ciudadanía tenga que tomar la palabra en más de una ocasión. Así, la derecha más reticente debe asumir que la redacción del nuevo texto será encargada a un órgano electo con voto obligatorio (el silencio de la propuesta oficialista a este respecto es bastante impresentable). Y será, nuevamente, la ciudadanía la encargada de ratificar la propuesta en un plebiscito de salida: esa es la manera de confirmar la soberanía popular.

De volver a otorgarle una soberanía sin mayores contrapesos a una sola instancia, caeremos en dificultades conocidas, y que condujeron a un fracaso estrepitoso. Para decirlo en simple, no podemos repetir ni la experiencia de la fallida Convención, ni la experiencia del 2005, cuando —más allá de sus méritos— se creyó poder cerrar un pacto constitucional sin participación del electorado. La negociación sobre el detalle de las modalidades no será fácil, pero es, quizás, la condición indispensable para alcanzar un justo equilibrio entre todos estos factores. Es el regreso, en gloria y majestad, de la vieja y denostada política.