Columna publicada el martes 25 de octubre de 2022 por La Tercera.

Muchos analistas de la inflación económica generada por motivos políticos advirtieron en su momento que este fenómeno parecía operar como un mecanismo para comprar tiempo frente a problemas y conflictos sociales respecto a los que el sistema político no tenía una respuesta pronta que fuera satisfactoria. Problemas que son, por cierto, recurrentes en países en vías de desarrollo.

Así, Albert Hirschman concluía el tercer capítulo de su libro de 1963 Journeys Toward Progress, dedicado al tema de la inflación en Chile (agradezco su recomendación al profesor Sebastián Edwards), afirmando que la inflación parecía ofrecer “una forma casi milagrosa de contemporizar en una situación donde dos o más partes que avanzan en un curso de colisión y no se encuentran psicológicamente listas para alcanzar un compromiso pacífico”. Este juego “principalmente no violento, donde cada facción logra sucedáneos de triunfo” tenía el potencial, pensaba Hirschman, de hacer que las facciones que lo jugaban terminaran buscando una tregua o un acuerdo, luego de constatar su inutilidad o de que algún otro fenómeno modificara la situación inicial. Eso sí, cerraba el economista, también podía ser que el aplazamiento del conflicto simplemente lo hiciera más agrio y brutal cuando se diera. La respuesta a esta encrucijada llegó, para el caso chileno, 10 años después de aparecido el libro. 

En 1978 una interesante conferencia de la Brookings Institution (cuyas intervenciones, bajo la edición de Leon Lindberg y Charles Maier, fueron publicadas en 1985 con el título The Politics of inflation and Economic Stagnation) reunió a una serie de especialistas de diversas áreas a debatir sobre la dimensión política de la inflación. Hirschman estaba entre ellos, y matizó su observación anterior afirmando que la inflación “puede actuar como una válvula de seguridad para las tensiones políticas y sociales acumuladas… pero… es poco confiable cumpliendo este rol, y puede cambiar de función a medio camino”. En otras palabras, la inflación puede operar como agua frente a un incendio, pero sin aviso puede transformarse en bencina. 

En la misma conferencia de 1978 participó el filósofo político de izquierda y profesor de Oxford Brian Barry. Su exposición, titulada “¿Es la democracia la causante de la inflación?”, las emprende contra los economistas que demandan bancos centrales autónomos y defiende el mecanismo inflacionario justamente como una herramienta de mediación y contemporización en situaciones de conflicto social donde se vuelve muy difícil lograr acuerdos debido a los bajos niveles de confianza y a la pérdida de respeto por la autoridad. Irónicamente, ese mismo año llegó al poder Margaret Thatcher, combatiendo la inflación con durísimas políticas públicas (si bien no entregando autonomía al Banco Central). 

Volver a esta literatura me parece relevante para tratar de entender lo que salió mal previo al estallido social de 2019. Es un hecho que había un malestar que se venía acumulando, el cual fue tempranamente detectado por algunos sociólogos (“El desaliento inesperado de la modernidad” de Fernando Robles, del 2000, y los estudios del PNUD son buenos ejemplos). ¿De qué se trataba ese malestar? Básicamente de una sobrecarga de responsabilidades en los sujetos de las nuevas clases medias, mezclada con pocos apoyos sociales para lidiar con esas responsabilidades. En otras palabras, la sensación de estar en la cuerda floja sin malla de seguridad. Robles habla de una modernidad del tipo “sálvese el que pueda”, donde las clases trabajadoras aumentan cada vez más su capacidad de consumo, pero en base a créditos privados, bicicleteando deudas en el límite de su capacidad. 

Estas nuevas clases medias salieron desde la pobreza hacia una “tierra de nadie”, donde eran, al mismo tiempo, muy ricas frente al Estado y muy pobres frente al mercado. Cualquier traspié importante los devolvía inmediatamente a la pobreza. La gran pregunta era, entonces, cómo lograr una situación de estabilidad, y la principal respuesta fue buscar certificación profesional. Los títulos profesionales prometían salir de la cuerda floja, pues se asociaban a una vida acomodada, tranquila y de ingresos seguros (imagen que correspondía a décadas pasadas). Un título universitario era, entonces, el mayor bien de capital al que podía aspirar quien hacía malabares entre créditos y bienes de consumo. 

Chile creció enormemente durante esos años, pero la desigualdad disminuyó a un ritmo mucho menos acelerado. La inflación había logrado ser dominada y el Banco Central era una entidad autónoma, por lo que la inflación económica causada políticamente parecía cosa del pasado. Por todo esto, el sistema político terminó usando los títulos universitarios como válvula de escape para los malestares de la transición, en vez de los títulos monetarios. Se le puso acelerador a la impresora no de billetes, sino de títulos académicos. Me he referido antes a este fenómeno. 

Con el Crédito con Aval del Estado (CAE, 2005), el número de estudiantes de primera generación en llegar a la universidad saltó a números históricos. Y todas las grandes protestas previas al estallido tienen que ver con condiciones de acceso a la educación superior. Incluso los más rebeldes pensaban que la llave maestra del sistema era la de la máquina de imprimir certificados universitarios. Diplomas públicos, de “calidad” y gratuitos. Pero sobre todo gratuitos: así llegamos a la actual política de gratuidad universitaria.  

Lo cierto es que, con el CAE, se montó una bomba de tiempo: se desfinanció la educación inicial, básica, media y técnica en desmedro de la universitaria. Y el acceso a la universidad fue mediado por deudas que luego se vuelven altamente problemáticas para los estudiantes que las adquieren y sus familias (esto, básicamente porque la clase media vive endeudada, y partir la vida laboral con la mochila de deuda universitaria y sin los retornos esperados por el título es como meterle un fierro a la rueda de la bicicleta). Es cuando un volumen alto de endeudados del CAE y sus familias comienzan a enfrentar el hecho de que el título universitario adquirido no les entregaba ni la estabilidad ni el bienestar esperado que el sistema explota. Y la política de gratuidad universitaria, la gran conquista de Jackson, Boric y Vallejo que los lanzó al estrellato, es un gran, millonario e inútil parche. Igual como ocurría con la inflación económica, aquí se tapó la crisis inflacionaria de títulos con más inflación. 

Hoy tenemos una educación básica de la cual un 80% de los estudiantes se gradúa sin las habilidades básicas que el certificado representa (lectoescritura y aritmética básica), una educación media incapaz de corregir el déficit anterior y un sistema universitario de pregrados que se está convirtiendo en una extensión natural de esa educación media. ¿Será exagerado hablar de hiperinflación educacional cuando tenemos tres etapas educacionales en cuyas certificaciones no podemos confiar? Apareció hace poco en el diario que ahora la demanda sobre posgrados venía creciendo a tambor batiente. Lógico. ¿Estaremos en 5 o 10 años enfrentando protestas en las calles por programas de posgrado públicos de calidad y gratuitos? ¿Nacerán de ahí las próximas estrellas del star system político, tal como Jackson, Boric y Vallejo?

Yo lo dudo mucho. Creo que el sistema se ve claramente roto. Las clases medias chilenas saben hoy que la puerta del castillo final del juego que están jugando es, en la mayoría de los casos, falsa. Eso se traduce en desesperación, pero bien puede volverse nuevamente rabia. ¿Cómo la vida va a ser un puro bicicleteo de créditos de consumo sin salida? Para peor, la generación anterior se va jubilando, y sus jubilaciones no les alcanzan. ¿Quién responde? Familias ya en su límite de gasto y consumo. Se aprieta un cinturón al que no le quedan ojales. Todo esto está también detrás del estallido. El que quiera olvidarlo se hace trampa en el solitario. 

¿Por dónde comenzar a corregir este entuerto? Ya nadie quiere discutir más sobre educación, pero necesitamos discutir de nuevo sobre educación. Ahí es el principal espacio donde se rompió la máquina de modernización y prosperidad de las familias chilenas. Y la situación del sistema educativo es cada vez más decadente. La pandemia fue agarrar a tiros a un cadáver. Necesitamos un acuerdo social en este ámbito que vaya de una vez más allá del “más estado” y “más mercado”. 

A nivel universitario, en tanto, hay que tomar cartas en el asunto. La política no puede seguir lucrando de repletar universidades que entregan cartones sin destino, sean estatales o privadas. Necesitamos un paquete de políticas educacionales anti-inflacionarias mientras todavía se pueda, que refuercen habilidades y profesiones funcionales a la estrategia de crecimiento del país. Seguir subsidiando porque sí carreras mediocres de pizarrón es tirar plata al mar. 

Pero todo esto tiene que ir de la mano de una tregua de élites que conduzca a un nuevo pacto social, donde el cartón universitario ya no sea el único camino a una vida tranquila. Así entiendo yo el “Estado social” como horizonte político: el compromiso de ir estabilizando, mediante políticas redistributivas y de crecimiento, la calidad de vida de las clases medias, convirtiendo eso que hoy es “tierra de nadie” en un digno lugar de destino.