Columna publicada el domingo 2 de octubre de 2022 por La Tercera.

Escuchar a la gente. La conocida frase cobró fuerza en nuestro país tras la crisis social y política de 2019. Tenía sentido que apareciera en esas circunstancias. La apelación a ese desafío era una especie de grito desesperado de una clase política que, de pronto, había tomado conciencia del inmenso abismo que la separaba de una ciudadanía cansada e indignada con ella. Se debía escuchar a la gente para escapar a la parálisis. Sin embargo, se volvió rápidamente un lugar común; una frase hecha que al poco andar dejó de encarnar el deseo honesto de recuperar una política al servicio de su pueblo, para volverse instrumental a la agenda de ciertos grupos. Escuchar a la gente se convirtió en el recurso de quienes no están tan interesados en rehabilitar la capacidad de mediación de la política, como en juntar votos y azuzar a sus huestes.

Después del plebiscito y ante el aplastante triunfo del Rechazo, la frase ha vuelto a cobrar protagonismo, a propósito de la discusión sobre cómo continuar el proceso constituyente. Aquellos interesados en torpedearlo apelan a escuchar a la gente como una forma de afirmar que es obvio lo que hay que hacer ahora. Si antes era, por ejemplo, aprobar los retiros, hoy lo evidente es que no se debe continuar con el cambio constitucional luego del estrepitoso fracaso de la Convención. Se trata de una nueva versión de la borrachera electoral tan recurrente en nuestro país, donde la escucha sirve para saltarse la conversación con el adversario derrotado. Bajo esa mirada, la gente ya no querría nada con la Constitución, tema que pareciera distraer a la política de las verdaderas inquietudes ciudadanas. Y para saberlo solo habría que ir a la calle. Escuchar a la gente sería simplemente una cuestión de voluntad, como si bastara aguzar el oído para conocer lo que ella quiere y necesita. Y si alguien pretende desentenderse de ello, tendrá que acudir a lo que para muchos parece el único mecanismo legítimo disponible: un plebiscito. No hay otra forma de escuchar a la ciudadanía, en parte porque se intuye que su resultado beneficiará a quienes lo promueven. Los demás instrumentos de la representación política son mera cocina.

La apelación inicialmente honesta se ha vuelto una forma de rendir la política a lo que dice una calle que nadie sabe bien dónde está, como si fuera lo mismo que las grandes mayorías, como si las masas que votaron Rechazo estuvieran todas articuladas y coincidieran plenamente en sus expectativas. La política se subordina de este modo a aquello que los que supuestamente saben escuchar han definido como el camino correcto, aunque en algunos casos implique desentenderse de lo que antes prometieron. Se olvida que la tarea no es simplemente escuchar a la gente, sino saber dónde encontrarla, para poner luego en diálogo cada una de esas aspiraciones dispersas, uniéndolas con urgencias que la misma gente no puede advertir, pues no es su tarea hacerlo. Eso no lo resuelven ni la escucha ni un plebiscito. Lo que se requiere es articulación y ésta solo puede hacerse en el espacio que hoy muchos consideran ilegítimo: la conversación y negociación política. No hay otro lugar para pasar de esas inquietudes a un proyecto político que, en todo caso, siempre será una apuesta. Y eso es justamente lo que quieren evitar quienes acuden a escuchar a la gente como un recurso estratégico: no arriesgar nada y escudarse así, al momento del eventual fracaso, en lo que la gente pidió. No serán responsables. Lo que ignoran es que la ciudadanía puede volver a cansarse, indignada ahora con una política que disfraza de escucha la renuncia a su propia misión.