Columna publicada el domingo 16 de octubre de 2022 por El Mercurio.

Evadir, no pagar, otra forma de luchar. Tal fue el mensaje difundido en redes sociales en octubre de 2019 por el actual miembro del directorio del Metro de Santiago, Nicolás Valenzuela Levi. ¿Qué tan legítimo es ocupar ese cargo después de haber promovido la evasión? La polémica, en cualquier caso, excede largamente el caso de Valenzuela Levi. En efecto, casi todos los dirigentes del Frente Amplio —sentados hoy en cómodos y bien pagados cargos estatales— publicaron mensajes del mismo tenor, a favor de la evasión, de las barricadas, del “que baila pasa”, y dedicándole duros epítetos a Carabineros. Lo menos que puede decirse es que sus pulsiones no han resistido el paso del tiempo.

Si esto último es plausible, resulta indispensable volver a interrogar los sucesos de octubre de 2019. Solo así podremos determinar la pertinencia de la crítica a Valenzuela Levi y sus camaradas. ¿Cómo reaccionó la nueva izquierda en la mayor crisis político-social que ha tenido Chile en las últimas décadas? ¿Qué tan leal fue con la democracia y con la estabilidad institucional? ¿Por qué se sintieron impelidos a ejercer una oposición implacable? Y, sobre todo, ¿por qué se negaron sistemáticamente a delimitar claramente entre la legítima protesta y los medios violentos? Las respuestas a estas preguntas no son muy alentadoras. Para decirlo en simple, ese sector creyó que el 18 de octubre se abría el cielo y se iniciaba un proceso revolucionario. Este fundaría una nueva legitimidad que permitiría desdeñar la molesta cuestión de los medios. Vieron en el 18-O el momento cero, el momento destituyente por excelencia, después del cual no sería necesario dar cuentas de nada a nadie. (Quien piense que exagero, puede leer una entrevista reciente al diputado Diego Ibáñez, en The Clinic, donde sigue empleando las categorías de revolución y de momento destituyente para explicar la situación actual: alguien debería advertirle que en septiembre hubo un plebiscito). El plan, sin embargo, falló: no lograron fijar el instante, y perdieron la apuesta. De hecho, el Presidente que aspiraba a grandes transformaciones tendrá que resignarse a administrar problemas “de derecha”: seguridad y economía.

En ese contexto, no debe sorprender que al Frente Amplio se le pidan algunas explicaciones, más aún si ha cambiado bruscamente de opinión en tantos temas. En principio, el cambio no tiene nada de malo, pero resulta inverosímil si no va acompañado de una revisión crítica. Hay una cuestión de fe pública involucrada: en ausencia de aclaración, debemos entender que todo vale para alcanzar el poder. Por lo demás, no debe verse acá una humillación, porque ellos —más que nadie— necesitan de ese proceso. El Frente Amplio no saldrá del atasco actual mientras no emprenda la autocrítica. La desorientación oficialista arranca de una falta de diagnóstico, que remite a su vez a la falta de reflexión sobre ellos mismos (¿dónde diablos están los intelectuales del FA cuando se les necesita?).

Para ilustrar el argumento, basta volver al episodio de Valenzuela Levi: es cuando menos extraño que un dirigente de izquierda, que aspira a un Estado de bienestar, llame a evadir el pago de un servicio público que integra una ciudad segregada. ¿Qué tipo de sociedad, qué tipo de Estado es posible construir desde la ética y la estética octubrista? Respuesta: ninguno, y las declaraciones rimbombantes no sirven de nada. Mientras no se asuma el error profundo, al Frente Amplio le será imposible gobernar dignamente nuestro país.

Ahora bien, llegados a este punto, cabe preguntarse por qué cuesta tanto admitir las faltas cometidas. Hay, desde luego, motivos electorales y biográficos. Puede pensarse también que se teme perder capital político. Sin embargo, nada de esto agota la cuestión. De hecho, parece haber algo más profundo, porque en el FA abunda una suerte de desenfado: es como si se sintieran eximidos del deber de explicar, de narrar y, en definitiva, de comunicar (“sigan trabajando”, nos decía hace pocos días el diputado Winter, tratando de responder las críticas: el abuso de poder tiene tantas caras). Hay algo llamativo en el fenómeno, más aún considerando que se trata de un mundo que ha exigido contriciones públicas a diestra y siniestra. Ensayo una hipótesis: nos gobierna una generación absolutamente convencida de su inocencia. Ellos están libres de todo mal y de toda culpa. Si el país está en crisis, ellos no tienen nada que ver, no contribuyeron a alimentarla, y de allí que no tengan nada que explicar —“sigan trabajando”, es todo cuanto pueden decir—. En virtud de lo anterior, deslindan sistemáticamente sus responsabilidades en terceros. No son responsables de nada y, por eso, no reflexionan sobre su trayectoria: no hay nada que interrogar.

Supongo que se duerme muy bien desde la inocencia, pero confieso que ignoro cómo se gobierna desde allí. El Frente Amplio está hoy en la extraña situación de hacer todo lo posible por conservar su pureza al mismo tiempo que gobierna un país en crisis. Solo la negación obstinada de la realidad permite intentar algo semejante. Como decía Antonio Machado, nunca es triste la verdad: lo que no tiene es remedio.