Columna publicada el martes 18 de octubre de 2022 por el Diario Financiero.

¿Son las mujeres un aporte en la dirección de empresas? Sin duda. ¿Sería mejor que más mujeres ocupen puestos directivos? Nuevamente, sin duda. Sin embargo, obligar legalmente a las compañías a cumplir con cuotas de género es más problemático de lo que parece y  supone un riesgo desde la perspectiva democrática. Por esto, a pesar de sus buenas intenciones, el proyecto de ley del gobierno exige un examen crítico.

Como es generalmente aceptado, no todo lo bueno debe ser ley. Si se olvida esta lección central para el orden liberal y compartida por diversas tradiciones, muchas veces se impone un voluntarismo que choca con las condiciones reales para poder implementarse, como creemos sucede acá. Pero sobre todo –como también ocurre en este caso y es el punto en que queremos centrarnos–, porque se opone a otros valores igualmente importantes. Concretamente, la obligatoriedad de cuotas supone una intromisión indebida del Estado en la libertad de asociación, uno de los pilares de una democracia plena.

Hay un sentido obvio en que una ley así disminuye dicha libertad: obliga a asociarse de cierta forma en desmedro de la voluntad de quienes dan vida a la asociación. En el caso concreto, los dueños o accionistas ya no tendrían plena libertad para elegir a quiénes quieren en los directorios. No obstante, podría replicarse que la mera constatación de una restricción a la libertad no basta para descartar el proyecto. Después de todo, hay una plétora de restricciones al modo de asociarnos que no consideramos injustas. La pregunta es, entonces, si las restricciones en este caso se justifican.

Si bien en este caso el objetivo es loable, los medios no son adecuados, ya que  subordinan a las asociaciones y, por tanto, a las personas que las componen, a fines que les son ajenos. Dicho de otro modo, este proyecto de ley lo que hace es tratar a las empresas como herramientas que pueden ser puestas a disposición de objetivos sociales con independencia de lo que sus miembros busquen. La autoridad política le diría a un grupo de personas que, para lograr un buen fin, les privarán del control de su organización.

Acá es importante remarcar que cosa es limitar la libertad de asociación para resguardar que no se violen derechos o dañen bienes socialmente relevantes; otra, limitarla para instaurar por medio de ella un bien particular y no exigible a todos. La diferencia no es trivial. El primer caso permite, por ejemplo, evitar que se formen empresas abiertamente racistas o con objetivos declaradamente antisociales. La pregunta crucial es si al formar o mantener una empresa que no cumpla determinada cuota de género en su directorio se viola un derecho o se daña un bien social indispensable, que cabe exigir a todos.

Y la respuesta es clara. Tal empresa no es ni antisocial ni antidemocrática. ¿Podría contribuir más a un bien tan loable como el buscado por el proyecto? Evidentemente. Pero no buscar directamente un bien no implica atacarlo.

Por lo tanto, puesto que el fin buscado es bueno, lo democrático es dar incentivos para que las personas, a través de sus empresas, contribuyan a él libremente. Si, en cambio, imponemos las cuotas de género, nos enfrentamos a un grave precedente de intervencionismo estatal en el derecho de asociación que, llevado a sus últimas consecuencias, puede comprometer gravemente nuestra democracia. A fin de cuentas, esta no existe sin amplios grados de libertad para las personas y grupos. Conviene recordarlo, por políticamente incorrecto que hoy resulte. La vitalidad de la democracia lo amerita.

Catalina Siles, investigadora asociada IES
Eduardo Fuentes, investigador Faro UDD