Carta publicada el lunes 3 de octubre de 2022 por El Mercurio.

Señor Director:

Desde tiempos remotísimos el consentimiento ha desempeñado un papel angular en el pensamiento occidental: tanto la evaluación moral como la jurídica pasan en gran medida por la imputación de responsabilidad por actos a los que hemos consentido. Otra cosa muy distinta, sin embargo, es la tendencia de algunos de nuestros contemporáneos a creer que el consentimiento es un elemento suficiente al hacer tal evaluación: nada es admisible sin consentimiento, nada es criticable si él está presente.

De esta radical simplificación del actuar humano tenemos hoy ejemplos en variados campos. La eutanasia, por lo pronto, era horrorosa si la practicaban los nazis, pero nos gusta pensar que su carácter problemático se disuelve si es consentida. Esa misma mentalidad se encuentra tras la actual discusión relativa al incesto: a partir de estas premisas era más o menos inevitable que se levante el tabú.

Esta cándida mirada sobre el consentimiento no solo ignora la grave pregunta sobre si hay cosas a las que no se puede consentir. También desconoce todo el elenco de manipulaciones y presiones que lo rodean. Lo más revelador, con todo, es que en los ejemplos hoy prominentes es precisamente la vida humana en sus etapas —iniciales o finales— de mayor vulnerabilidad la que es tocada. Que ahí nos pueda servir como brújula única el consentimiento informado, propio de adultos medianamente ilustrados, es una ilusión bien reveladora de nuestros puntos ciegos.