Columna publicada el sábado 17 de septiembre de 2022 por La Tercera.

¿Cuán decisivo fue el papel de la política identitaria en el fracaso de la Convención? En una columna del día miércoles, la profesora Yanira Zúñiga alude a mi texto publicado en Ciper, “Cómo la política identitaria corrompió el proceso constituyente”, achacándole una explicación “totalizante” de dicho fracaso. Creo que su importancia merece, en efecto, ser destacada, aunque quepa una disputa razonable sobre la magnitud del daño causado. Pero al margen del legítimo desacuerdo que pueda haber al respecto, el interés de su columna reside más bien en las razones por las que acto seguido defiende que en la vida política hay un lugar pertinente para esta dimensión identitaria. ¿Por qué sería virtuosa la vida asociativa en torno a otros proyectos y no la de quienes se unen por una compartida experiencia de discriminación? ¿Qué diferencia habría entre un partido/movimiento obrero y uno medioambientalista? ¿Por qué sería identitario enarbolar banderas indígenas y no el pabellón nacional? ¿Por qué consideramos universales ciertas prácticas y tratamos como particularismo identitario otras? ¿Hay solo una cuestión de escala? Tales preguntas, planteadas por Zúñiga en su columna, vienen perfectamente al caso.

Tal vez convenga partir por afirmar aquí el punto en que podemos tener acuerdo: la vida humana está articulada en múltiples niveles, y un universalismo ciego a toda particularidad deja fuera parte importante de la experiencia humana. Las personas se mueven no solo por su convicción filosófica o religiosa, sino que también por su apego a tradiciones culturales específicas. No es, en efecto, el sano reconocimiento de esa particularidad lo que vuelve identitaria una posición. Quien argumenta apelando a su identidad nacional (“hablo como chileno”) puede clausurar la deliberación tanto como el que habla desde una local (“hablo como yagán”). Podemos valorar tanto la cultura nacional como las locales con conciencia de ese riesgo. La diferencia entre una posición con aspiración universal y una particularidad cultural no es, sin embargo, una diferencia de escala. Aquí sí tenemos una diferencia importante, según deja entrever su columna, pues la profesora Zúñiga trata las pretensiones universales como meros particularismos disfrazados. Negar la dimensión universalista de la vida humana, o reducirla a un subproducto de la cultura (como si se tratara de nada más que “la cultura masculina dominante, sus agendas y prácticas”), me parece, es tan nocivo para el pluralismo como la negación de la particularidad. Al menos en parte la vida humana se encuentra orientada por visiones universales –políticas, religiosas, filosóficas– que no admiten tal reducción culturalista. Y aquí llegamos a un punto fundamental, la pregunta de cómo cada una de estas dimensiones se canaliza en la vida pública. Pues así como el reconocimiento de la universalidad no se traduce en que le demos directa expresión política a las filosofías o las religiones, hay un límite relevante a lo que en ese campo cabe hacer con las identidades particulares. Después de todo, no es nada evidente que sepamos lo que significa para efectos políticos ser mapuche, mujer o musulmán, y para averiguarlo hay que entrar en espacios de deliberación que resultan arruinados si damos por sentada la respuesta a esa pregunta (como cuando se ha asumido, por ejemplo, que la plurinacionalidad es la consecuencia obvia de tal reconocimiento). De ahí el valor del orden republicano con su indiferencia abstracta, por mucho que debamos atender a sus límites.

Por último, toquemos la pregunta por el “partido/movimiento”. No me queda clara la medida en que Zúñiga trata dichas formas de participación como equivalentes, pero sí está claro hacia cuál tiende la mentalidad identitaria: ella se configura en torno a movimientos, precisamente porque tiene más causas que proyectos. Algunas de esas causas pueden ser muy nobles, por cierto, como el ejemplo medioambiental bien lo ilustra. Pero es distinto abrazar una causa medioambiental a integrarla en el desarrollo del país, lo que nos obliga a atender a múltiples otros factores. Para eso se necesita más que un movimiento. Y los que tienen proyectos, visiones de conjunto, son los partidos. Chile no necesita disgregarse en mil causas, sino integrarlas en proyectos de país que ofrezcan una orientación de conjunto. Para eso necesita precisamente rehabilitar sus partidos, unos de los grandes perdedores del momento identitario.