Columna publicada el martes 6 de septiembre de 2022 por Ciper.

El estrepitoso fracaso de la Convención Constituyente clama hoy por explicaciones. Las necesitamos para comprender, y también para que un nuevo proceso evite hundirse por los mismos vicios que marcaron al órgano que primero presidió Elisa Loncón y luego María Elisa Quinteros. Un lugar primordial entre esas explicaciones corresponde a la política de la identidad, esa peculiar priorización de las agendas étnicas y de género sin la cual nuestro momento no se puede entender. Que esta orientación estuviera presente no tiene nada de sorprendente. En primer lugar, porque hoy es un elemento presente también en las crisis políticas de diversas latitudes. Pero además, porque ya las reglas para elegir convencionales empujaban a su fuerte presencia. Así es como desde el primer minuto esta mentalidad comenzó a tomarse la agenda: mucho antes de iniciar siquiera el debate, cuando se discutía aún cómo regular el uso de la palabra, la primera propuesta de la mesa fue que se hiciera según “criterios de paridad, plurinacionalidad, pluralismo, plurilingüismo y acción afirmativa”. Un texto nacido de este ambiente difícilmente podía ser muy distinto del que acaba de ser rechazado.

En efecto, para quien busque comprender la política identitaria quizá no haya un fenómeno más digno de estudio que la Convención y su resultado. El texto completo acabó atravesado por la categorización en género y etnia. En su singular pretensión de estar a la vanguardia, todo –hasta la neurodivergencia (art. 29)– terminó convertido en identidad. Y por si algún grupo era olvidado, se creaba además el “derecho a la identidad”. Pero más allá de su omnipresencia, ¿en qué sentido esta mentalidad marcó la propuesta constitucional? En lo que sigue atenderemos al modo en que este fenómeno marcó nuestra comprensión de la democracia y de la diversidad, nuestra posibilidad de articular un proyecto común, nuestra atención a las víctimas de la historia y, finalmente, nuestra capacidad de diálogo. Porque no fue solo anécdota, show o performance lo que la política identitaria llevó a la Convención, sino una mirada determinante para todo el proceso.

1.- Democracia y representación

Partamos, pues, por la manera en que se ha alterado nuestra comprensión de la democracia. Lo primero que salta a la vista ahí es la idea de representación que suele acompañar a esta mentalidad. No en vano se repitió por meses que estábamos ante la instancia más representativa de nuestra historia democrática. En realidad, lo que irrumpía era un nuevo tipo de representación, una lógica corporativa que choca con la tradicional representación democrática. Es eso lo que también se plasmó en el texto, por ejemplo en los llamados a que el Estado adopte “medidas para la representación de diversidades y disidencias de género” (163.3) y en los escaños reservados “a nivel nacional, regional y comunal” (162.1). Una propuesta como esa amenazaba con convertir a cada órgano colegiado en una pequeña réplica de la Convención. Nadie duda de que estamos viviendo una crisis de la intermediación, pero es muy dudoso que el camino para superarla pase por la representación de identidades que aquí se hizo presente y que se buscó perpetuar. En este sentido nada fue más revelador que el resonante rechazo que la propuesta constitucional recibió en las comunas con mayor población indígena: esto no los representaba a ellos.

Pero no se trata del único modo en que esta mentalidad afecta a la democracia. De una manera igualmente significativa, el identitarismo socava el papel de los partidos políticos en la vida democrática. El punto bien puede ilustrarse con un episodio narrado por Mark Lilla en El regreso liberal: hubo un momento, nota, en que la página web del Partido Demócrata no incluía un programa político unificado, sino 17 programas distintos. Así, aunque hubiera una estructura organizacional compartida, su discurso estaba disgregado en las 17 identidades que de algún modo convivían en el seno del partido. Aquí hay una lección fundamental. La democracia requiere partidos políticos, pero en su lugar la política identitaria ofrece movimientos. Esos mismos movimientos son los que en el último acto de la Convención cantaban que “el pueblo unido avanza sin partidos”. El canto se hacía eco de un asunto de fondo: la virtual omisión de los partidos en el texto constitucional propuesto, cuando lo que se requería era precisamente hacerse cargo de sus deficiencias para fortalecerlos.

2.- Diversidad y pluralismo

Consideremos un segundo punto. Si la política identitaria afecta nuestra comprensión de la democracia, no tiene nada de extraño que también lo haga con nuestra comprensión de la diferencia. ¿Cómo lo ha hecho? En primer lugar, convenciéndonos de que recién ahora la diversidad del país se vuelve visible. Antes, se dice, la teníamos escondida. ¿Pero es cierta esta afirmación? Chile ha sido siempre un país plural. Reconocer ese hecho no significa pintar color de rosa nuestro pasado. Muchas injusticias solo se han reparado en el camino y otras están por reparar. Pero con toda su desigualdad, este sí ha sido un país plural. ¿Cómo, entonces, es que se ha instalado el discurso de una diversidad recién descubierta, que solo ahora esté siendo reconocida? La explicación se encuentra en el hecho de que aquí hay distintas concepciones del pluralismo en juego. O importan, por decirlo de otro modo, distintos tipos de diversidad. Puede haber mucho interés por respetar las minorías étnicas y sexuales; otra cosa es que se sepa dialogar con diferentes visiones políticas, intelectuales o religiosas. No hay razón, cabría apuntar, por la que se deba levantar aquí una disyuntiva. Pero el hecho es que la política de la identidad la crea, pues con frecuencia reduce las visiones a la condición identitaria en juego (como minoría étnica o sexual se debe pensar de un cierto modo, mientras las visiones de otros son reducidas a factores culturales que las explican).

Es crucial atender a estos distintos tipos de diversidad, pues cada concepción del pluralismo tiene su propio modo de imaginar las vías por las que la diversidad ha de plasmarse en las instituciones. Es cosa de ver la relación de cada una de estas mentalidades con las instituciones de la sociedad civil. Cuando se valora de modo claro la pluralidad de visiones de mundo, se busca también que éstas encuentren expresión en distintas instituciones, que haya una sociedad civil compuesta por organizaciones de muy variada inspiración. Donde, en cambio, reina la política identitaria, lo que preocupa es más bien la diversidad interna de cada institución. El punto puede ilustrarse con una propuesta que en su momento hiciera la Comisión de Derechos Fundamentales de la Convención, según la cual debía garantizarse la “presencia de la diversidad cultural indígena en los medios de comunicación públicos o privados”. Otro tanto cabe decir respecto de cómo las propuestas sobre paridad excedían el campo político para llevarla a “todos los espacios públicos y privados” (6.3). Esta diversidad interna de las asociaciones, no estará demás decirlo, ciertamente puede ser provechosa en muchas instancias. Pero conviene notar que como concepción básica del pluralismo estos dos modelos chocan, pues la preocupación por la diversidad interna de las instituciones bien puede acabar haciéndolas más parecidas entre sí. Es lo que William Galston ha llamado “la paradoja de la diversidad”. Quien quiere una sociedad civil plural no puede tener por norte irrestricto la diversidad interna de sus instituciones.

Pero hay aquí un ingrediente adicional, que estuvo lejos de recibir la atención que merecía a lo largo del último año: la concepción identitaria de la diversidad no solo entraña problemas para el conjunto de la comunidad política, sino que además genera una imagen distorsionada de aquellos grupos a los que se busca hacer justicia. El caso más patente, sin duda, es la tendencia a describir a los pueblos indígenas como si una misma identidad o una misma cosmovisión caracterizara a cada miembro de un pueblo (como lo sugerían los arts. 11 y 34). Se trata de una flagrante fosilización de las culturas y su efecto podía notarse ya en campaña: el mapuche que no adhiriera al texto propuesto era tratado en la discusión como un “yanakona”. Como lo señalara Douglas Murray a propósito de una discusión análoga, la pertenencia a una minoría étnica pasa así a depender de que uno “haga suyos unos agravios, unos principios políticos y unas plataformas electorales ideadas por otros”. Nadie duda hoy de que tenemos una deuda con los pueblos indígenas, pero hay un desafío fundamental en canalizarla de un modo que reconozca la pluralidad de visión de mundo, económica y política que reina en ellos. En síntesis, el mantra del órgano más representativo de la diversidad del país falla tanto por lo que se refiere a la representación como por lo que se refiere a la diversidad.

3.- Unidad, cohesión, proyecto compartido

Sin embargo, no todo se agota en el problema de la diversidad. Así como se esperaba que el proceso y el texto reflejaran bien una sociedad variopinta, había también una tarea fundamental en relación con la unidad del país. No se trata de vivir en ilusiones respecto del grado de unidad o consenso que puede alcanzar una sociedad moderna. Pero precisamente porque en tales sociedades la cohesión es baja, es crucial que se pueda preservar y fortalecer lo que hay de proyecto común de país. Incluso si la meta es ser una sociedad pluralista, ello pasa en parte por efectivamente ser una sociedad. Y también aquí el identitarismo genera dificultades. Después de todo, una de sus consecuencias es la multiplicación de las luchas facciosas, con cada grupo subdividiéndose con nuevas pretensiones de pureza. Nada de eso se cura con una “marcha de todas las marchas”. Algo de esta mentalidad se refleja también cuando en vez de afirmar la ciudadanía universal con sus derechos se levanta estos de un modo parcelado. Así ocurrió, por ejemplo, con el reconocimiento a los niños (26.1) o a las personas mayores (33.1) como titulares de derechos, en lugar de incluirlos en el reconocimiento universal de los derechos de las personas. Incluso si la colección de grupos con derechos fuera exhaustiva, los méritos de esta enumeración de particularidades son dudosos cuando se lo contrasta con lo logrado por el universalismo.

En ese mismo contexto pueden entenderse las recurrentes discusiones en torno a la idea de nación y los símbolos patrios. Aquí cabe recordar no solo la interrupción del himno en el acto inaugural, sino también el elenco de banderas identitarias –de regiones, etnias y diversidad sexual– con que se celebró el primer mes de la Convención. Un convencional propuso entonces –sin éxito– que se sumara a este elenco una bandera cristiana. El hecho es bastante revelador: en este ambiente también una religión con aspiración universal puede terminar reducida a una particularidad más en búsqueda de reconocimiento. Pero ningún panteón exhaustivo de identidades puede sanar la ausencia de símbolos compartidos. Y en los meses siguientes esos símbolos fueron puestos en cuestión de maneras que conviene recordar. Para algunos convencionales, en efecto, la independencia del país nos remitía a una historia de exclusión que no cabe celebrar. Incluso se propuso un preámbulo que se refería a la independencia subrayando su “contexto histórico excluyente” (en pretendido contraste con la refundación inclusiva del 18 de octubre). Vale la pena notar los paralelos con el “proyecto 1619” lanzado el año 2019 por el New York Times. Dicho proyecto buscaba reemplazar 1776 como fecha de nacimiento de la nación, procurando instalar como verdadera fecha de inicio la llegada de los primeros esclavos en 1619. La meta era obvia y explícita: presentar la esclavitud como el verdadero hito fundante de la república, a cuya luz su historia debe ser entendida. En esto, como en otras materias, los convencionales simplemente importaban un lente de la academia norteamericana, y uno de muy dudosa pertinencia.

En efecto, no es sano revisionismo histórico lo que se encuentra tras ese episodio norteamericano o en nuestra Convención, sino más bien lo que Pascal Bruckner ha llamado la “hitlerización del pasado”. Después de todo, no hay nada nuevo en reconocer que una mancha atraviesa toda la historia humana, ni cabe negar que el racismo y la exclusión sean algunas de sus manifestaciones. La singularidad de nuestro momento se encuentra más bien en la incapacidad de mirar al pasado con una visión agradecida a la vez que se reconoce sus crímenes y tragedias. De ahí se sigue un rasgo más preocupante: la creencia en que ahora sí podremos levantar algo libre de esta mancha. La contracara de la denuncia del pasado, como vemos con frecuencia, son las pretensiones de pureza de los denunciantes. Por lo mismo, más de un autor ha notado el contraste entre esta política identitaria y el movimiento de los derechos civiles. La fuerza del discurso de Martin Luther King residía precisamente en que se tomaba el discurso de la ciudadanía universal más en serio que el Estados Unidos blanco. Apuntaba a un futuro en que importara no el color de la piel sino el contenido del carácter. No denunciaba los principios fundadores del país como inherentemente racistas, sino que exigía acabar con la discriminación racial en coherencia con dichos principios. El contraste con el identitarismo contemporáneo no podría ser más patente.

4.- Victimismo

Eso nos permite pasar a aquel rasgo de la política identitaria que tal vez más presente estuvo en nuestro proceso: el victimismo. Fue este el lente bajo el que la historia completa del país era reducida a pura opresión y despojo (el acto de “abortar Chile”, en Valparaíso, fue solo su expresión más grotesca). ¿Qué rasgos caracterizan al victimismo? Uno de sus problemas es la tendencia a nivelar problemas de muy distinto calibre: cuando todo escollo en el camino es tratado como opresión, cualquier injuria menor puede ser tratada como equivalente con graves atrocidades. En contraste con la cultura de la dignidad, en la que ciertas ofensas pueden ser ignoradas, aquí reina la preocupación por la “microagresión”. Si nuestra sociedad tiene problemas de intolerancia, aquí se encuentra una de sus manifiestas raíces: la recíproca tolerancia supone que haya males que no nos parezcan imperdonables, que puedan ser sobrellevados. Si, en cambio, se nos invita a mirar todo el pasado y presente como opresión intolerable –si también nuestra concepción de daño se amplía sin límite–, se vuelve difícil encontrar razones para tolerar.

El problema del victimismo, apurémonos en subrayar, no es reconocer que el orden social tiene víctimas. Obviamente las tiene, pero la verdadera pregunta es si se corresponden de modo tan estricto con el actual catálogo de identidades. Las mujeres han cargado con un peso distinto de los hombres, y en los pueblos indígenas se concentra una parte importante de las injusticias del país. ¿Pero nos permite esto juzgar de modo adecuado sobre casos concretos? ¿Es Kena Lorenzini una víctima? ¿Son víctimas los hermanos Ancalaf? Porque si no lo son, debemos preguntarnos por el modo en que este discurso favorece precisamente a opresores que saben navegar en las aguas de la cultura victimista.

Además, si todos somos víctimas, las verdaderas víctimas se nos vuelven una vez más invisibles. No es nada de extraño que el Sename, protagonista de nuestra discusión pública cinco años atrás, dejara de merecer atención prioritaria. Si la tarea es volver visibles a las víctimas, los méritos de esta mentalidad son ampliamente discutibles. Este problema se refleja de modo elocuente en la referencia de la propuesta constitucional a los “grupos históricamente excluidos”. A estos se les debía brindar acceso preferente a la educación superior (37.7) y al Estado le habría correspondido garantizar de modo especial su participación e incidencia política (153.2). Esto puede sonar muy bien, y muchos lo ven como un pertinente llamado a poner en primer lugar a los desaventajados. Pero ¿quiénes son los grupos históricamente excluidos? La lista es medianamente conocida: personas de pueblos originarios, migrantes, miembros del “pueblo tribal afrodescendiente”, etc. ¿Cabría imaginar en tal lista a los pobres? La respuesta es negativa, precisamente porque no constituyen un grupo identitario. La verdad es que incluso los chilenos residentes en el extranjero están más cerca de entrar en esa categoría.

De modo análogo, en el articulado sobre justicia se recogía el enfoque interseccional (arts. 311 y 343): se instalaba así la idea de que hay todo un sistema de opresiones que desmontar, un sistema en el que raza y género pueden pesar tanto o más que la condición económica. Hay pocas materias, en efecto, que ilustren tan bien hasta qué extremos el delirio identitario condujo los destinos de la Convención. Después de todo, estamos ante un concepto de nicho que antes solo desempeñaba un papel en los estudios culturales. Fue ese mundo y sus ideas, sin embargo, el que acabó dando forma al texto. Este ha sido, recordemos, un dolor de cabeza para las izquierdas del mundo entero, que han dejado de priorizar la preocupación por las carencias materiales. Junto con perder el norte, han perdido así a sus históricos votantes. Hay, desde luego, quienes creen que se puede compatibilizar ambas agendas, la del cambio social y la de la concepción identitaria de la diversidad. Pero también es posible que estemos ante dos concepciones morales distintas y que se deba aprender a escoger entre ellas. Eso no significaría, desde luego, desatender a las minorías étnicas o sexuales, pero sí significa preguntarse por las categorías y el lente adecuado para considerarlas.

5.- La ausencia de deliberación

Cerremos tocando una última vía por la que el identitarismo dañó nuestro proceso. Como ha notado Lilla, una consecuencia de esta mentalidad es el recurrente hablar “como x” o “en cuanto x”. Se habla como miembro de un grupo identitario. Pero ese modo de hablar siempre espera una validación de la propia posición al margen del argumento. El cuestionamiento, que siempre vendrá desde la perspectiva “no-x”, queda así descartado de plano. Algo de eso hubo también en nuestro proceso. Esta no fue, desde luego, la única razón por la que faltó deliberación política genuina en nuestra Convención, pero es uno de los motivos de su ausencia. No hay modo de conducir un intercambio racional cuando al frente se tiene una identidad en vez de un argumento. El debate político razonado supone un tipo de comunicación que la política identitaria imposibilita. Así es como a lo largo del proceso entero hubo posiciones tratadas como blindadas a la crítica. Y así fue como se selló, lamentablemente, su destino: no solo se dificultó la deliberación dentro de ella, sino que la cámara de eco así generada terminó aislando a la Convención de la ciudadanía.

¿Qué hacer? ¿Cómo salir de esto? Del diagnóstico crítico respecto de la política identitaria no se sigue ningún simplista consenso entre sus críticos: liberales, conservadores y socialistas explican de modo distinto el surgimiento de la mentalidad identitaria, y por lo mismo ofrecerán también salidas distintas. Unas tradiciones acentuarán la primacía de la voluntad individual sobre las categorías identitarias, otras acentuarán la destrucción de lo común por la fragmentación identitaria; unos atenderán a las condiciones materiales (y virtuales) bajo las que esta mentalidad se difunde, mientras otros notarán el trasfondo teológico, la comprensión de los grupos humanos a la luz de una singular transformación de las ideas de inocencia y pecado colectivo. Pero comoquiera que uno integre estas visiones u opte entre ellas, es un hecho de importancia capital que aquí hay un diagnóstico compartido y que hay recursos en nuestras distintas tradiciones intelectuales y políticas para salir de la condición en que estamos. Eso supone, sin embargo, tomarse en serio las lecciones aprendidas y enfrentar una mentalidad que por mucho tiempo nos seguirá acompañando. Porque lo derrotado esta semana en las urnas no solo es una inspiración fundamental en sectores del gobierno, sino que reina en nuestra vida cultural y académica. Ningún plebiscito borrará por sí solo esa realidad.