Columna publicada el domingo 21 de agosto de 2022 por La Tercera. 

La gente no pedía demasiado. No esperaba la utópica construcción de una casa común sin fisuras, como dijeron entre burlas los mismos que reivindicaron la imagen al inicio del proceso constituyente. No pretendía ninguna especie de consenso ideal donde los conflictos quedaran definitivamente superados, como acusaron algunos al denunciar una insuficiente apertura a nuevos estilos de deliberación, supuestamente más propios de las grandes mayorías. La gente solo esperaba una política que funcionara; una política un poco mejor que aquella de las últimas décadas. Porque las personas saben bien cómo pararse en el lugar en que están. Saben que no es lo mismo estar en el living de la casa que en el trabajo; en un bar que en una reunión; en el estadio que en el Estado. No solo las élites y la clase política saben habitar la república: la decencia común es una virtud que se distribuye sin demasiada atención a la clase social. De hecho, suele estar más presente en los grupos menos favorecidos; los que nunca han llegado al poder, y en nombre de los cuales hablaban los rostros nuevos que llegaron a la Convención.

Por eso no fue solo a los poderosos a quienes molestó la performance que allí tuvo lugar. Fue el enojo de quienes esperaban ver figuras comportándose a la altura de las circunstancias, dispuestas a cumplir la función que se les asignó. Era la ocasión para elevar la política a lo exigido por las personas comunes y corrientes, con honorabilidad y respeto. La sensación que quedó, en cambio, fue la de asistir a una suerte de terapia grupal donde algunos iban a hacer catarsis, otros a desatar rencores guardados y otros a instalar su bandera, convirtiendo a ese espacio en uno de revancha individual, y no de realización colectiva. Así, la promesa de renovación que traían consigo los independientes fue rápidamente frustrada al constatar una política incluso peor que la ya conocida. Por eso muchos tomaron distancia antes de que estuviera el texto definitivo; bastaba el show para desencantarse. Y es que para las personas proceso y resultado son cosas inseparables, por más que los defensores de la propuesta constitucional intenten distinguirlos hoy, desconociendo lo que dijeron ayer. No es que el texto les de lo mismo, o que sean manipuladas, o que no entiendan lo que leen. El punto es que saben que la política es mucho más que un listado de propuestas. Se trata también de una puesta en escena, de la comunicación de un relato, de la manifestación de un cierto ethos y virtud; de una manera de hacer las cosas, de cuidarlas. Pero nada de eso apareció en estos meses.

Por eso es tan crítico el escenario del 5 de septiembre. Porque, pase lo que pase, tendremos una ciudadanía con la paciencia más colmada, decepcionada con lo que vio, demandando consensos a una política en la que confía poco, inquieta por conflictos agudizados y asediada por problemas cotidianos crecientes. Y, sin embargo, hastiada y agobiada, esa misma ciudadanía seguirá exigiendo las bases institucionales para un nuevo pacto social. ¿Cómo lidiar con esta mezcla de altas expectativas y desapego con una institucionalidad que permanentemente las frustra? El dilema, de no resolverse, es potencialmente explosivo: la misma gente que buscaba una política a la altura de nuestros desafíos, al confirmar una y otra vez su decepción, se verá tentada de dejar de esperar algo de ella, para volcarse sobre otras vías que ofrezcan resolver con eficacia –y al costo que sea– sus desoídas inquietudes. Si la clase política no es capaz de hacerse cargo de ese dato, con independencia de lo que ocurra en el plebiscito, la salida de nuestra crisis se hará cada vez más esquiva.