Columna publicada el lunes 29 de agosto de 2022 por La Segunda.

Sol Serrano ofreció una de las explicaciones más sugerentes sobre la relación entre la crisis de octubre y la apuesta constituyente. En sus agudos términos, el ocaso del orden posdictadura derivó en un insostenible silencio que apenas interrumpió el griterío del estallido. Pero —añade la historiadora— ni el silencio ni el grito nos permiten salir adelante. Sólo la palabra inherente al diálogo, la deliberación y el debate razonado puede ayudarnos a configurar un horizonte compartido.

La experiencia enseña que articular tal horizonte es lo único que posibilitaba una Convención exitosa. Por eso la Comisión Europea para la Democracia a través del Derecho, más conocida como Comisión de Venecia, insistió tanto en este punto. Lo lógico era trabajar para “concitar un amplio apoyo de la población chilena”; generar un “documento unificador” que “no existirá en un vacío histórico, jurídico y político”, y que “debe basarse en el más amplio consenso posible dentro de la sociedad”.

Es justo eso, además, lo que esperaba el país. Para comprenderlo bastaba tomarse en serio las percepciones de la gente y aproximarse con un mínimo de distancia crítica a sus anhelos. Ya lo decían los primeros informes de la plataforma Tenemos que Hablar de Chile: es verdad que la ciudadanía desea cambios significativos, pero con estabilidad y certeza. Había que disminuir su agobio e incertidumbre, no aumentarlos. Eso y no espectáculos de poca monta es lo que pedían las grandes mayorías.

La Convención, sin embargo, siguió otro camino y comenzó a frustrar en su propia instalación las expectativas depositadas en ella: ahí ya oímos pifias al himno nacional y la cantinela de los “presos de la revuelta”. A la larga predominó ese mismo ánimo de revancha y de nicho. No sólo se excluyó a esa mitad o más de chilenos que rechazamos el aborto libre y valoramos la provisión mixta educacional. La apuesta fue aún más osada y desestabilizadora: promover una reestructuración completa del Estado y la vida social, bajo la premisa de que todo pasado fue pura “opresión y despojo”. 

Fue tanto el desprecio por la unidad de la nación, por el Senado, por el Poder Judicial, etcétera, que se quiso partir de cero. A fin de cuentas, ese fue el gran error del órgano constituyente. Porque de la mano del “pueblo unido avanza sin partidos” terminó ignorando la naturaleza de la actividad política. Esta consiste —citando a Pierre Manent— en custodiar “la riqueza y complejidad de la vida humana”. Mejorar lo que existe. Asumir, tal como dijera Patricio Aylwin en su primer discurso como Presidente, que “en nuestro empeño debemos evitar también la tentación de querer rehacerlo todo, de empezar todo de nuevo, como si nada de lo existente mereciera ser conservado”.