Columna publicada el martes 30 de agosto de 2022 por The Clinic.

“Los activistas y los líderes actuales se forman casi en exclusiva en nuestras universidades”, escribía Mark Lilla en El regreso liberal. Así buscaba explicar el énfasis que su breve libro sobre la política identitaria ponía en estas instituciones. Hasta los años sesenta le parecía que había predominado una situación muy distinta. El liderazgo político de izquierda provenía entonces de la clase trabajadora y de un mundo de clubes políticos locales hoy desaparecido. Pero quien busca comprender el escenario político actual ya no debe mirar a ese mundo, sino a las universidades.

Si esto es cierto respecto de Estados Unidos, hoy lo es incluso más respecto de nuestro país: su joven gobierno es de pura extracción universitaria, y otro tanto cabe señalar de la Convención (aunque ahí se haya tratado además de profesores). Que los vicios de la política universitaria inundan nuestra convivencia es, de hecho, un lugar común crecientemente reconocido. Pero ya va siendo hora de admitir que no es solo la política universitaria la que ha dañado el país: el deplorable estado de nuestra esfera pública debe no poco al estado de la educación superior. El problema está no solo en el asambleísmo, sino también en las aulas.

Este hecho se puede constatar a diario viendo el modo en que circulan las más pueriles nociones (“la ciencia es política”, “el lenguaje crea realidad”) que minan tanto el trabajo intelectual como el actuar responsable en el mundo. Otro tanto cabe decir de esa academia que invita a la transgresión como prueba última de autenticidad: si alguien pudo pensar que el deleznable acto de Las Indetectables sería aceptable, es precisamente por lo extendida que está aquella idea de que debemos traspasar, en todo tiempo y lugar, los límites de nuestra convivencia. No extraña entonces que una parte de la academia se rindiera en un primer momento al octubrismo, en lugar de guardar la distancia crítica que debiera caracterizarla.

Sin embargo, no muchos están dispuestos a levantar esta pregunta de fondo por aquello que estamos enseñando. Y en parte puede comprenderse la reticencia, pues nadie quiere alimentar el discurso antiintelectualista contra la universidad. Pero aquí se trata no de alimentarlo, sino precisamente de frenar el irracionalismo de la propia academia. Así lo abordaba tres años atrás el sociólogo Daniel Chernilo, quien ad portas del estallido social advertía sobre las muchas formas de irracionalismo que alimentan hoy la intolerancia universitaria. Hay ambientes intelectuales en que toda discusión sobre valores es tomada como mera expresión de una ideología dominante, y el resultado es que nos volvemos efectivamente incapaces de discusión racional sobre las cuestiones que nos mueven de manera más decisiva.

Cuánta razón había en dicha advertencia puede constatarse atendiendo a una reciente entrevista al historiador José Bengoa. Una y otra vez el reconocido historiador del mundo mapuche reduce ahí las categorías morales y jurídicas más básicas a una mera cuestión de poder. ¿Estamos ante robos? Depende de quién tiene el poder. ¿Estamos ante terrorismo? Eso lo define el poder. Así, no es de extrañar que le pareciera “muy complicado” pronunciarse sobre la legitimidad de la violencia y el terrorismo. Lo que revelan sus respuestas no es solo una academia “politizada”, en que la afinidad con ciertas causas vuelve a personas maduras incapaces de juzgar. Son respuestas que revelan también un problema más de fondo, una identificación nihilista entre verdad y poder. ¿Cómo, siguiendo el razonamiento de Bengoa, podríamos siquiera hablar con sentido de –por ejemplo– violaciones a los derechos humanos?

Todo este problema adquiere un especial peso cuando notamos la amplia confianza depositada en las universidades: ellas son objeto de una valoración que pocas instituciones en nuestra sociedad conservan. Según la última encuesta CEP, se trata de hecho de la única institución que cuenta con un más de 50% de confianza en la ciudadanía. En circunstancias como las actuales no cabe minimizar el peso que tal responsabilidad entraña. Y el hecho es que, por mucho que haya casos en que esta responsabilidad se asume con entereza, los signos preocupantes son también enormes.

Baste, para cerrar, con notar la presencia del pensamiento decolonial en la Convención. Esta ha sido discutida de modo iluminador por Aldo Mascareño en su texto “Abandonar la modernidad”. Pero cada ciudadano razonablemente educado puede hacer también esta evaluación por cuenta propia. Ahí están, por lo pronto, los sucesivos informes de la Comisión de Sistemas de Conocimiento, en los que hasta se atribuía una epistemología y ontología propias al “pueblo afrodescendiente chileno”. El “Sur”, se declaraba en uno de los discursos, “no es más que una singular metáfora que significa que el sufrimiento que ha padecido el ser humano”. La Constitución se erigía entonces como el instrumento redentor para aliviar este sufrimiento de la humanidad. ¿Cómo extrañarse del punto al que hemos llegado, cuando esta era la comisión encargada de pensar sobre el futuro del conocimiento en el país?

De reconocer tales problemas no se sigue, no estará demás decirlo, que deba ser “cancelada” tal o cual escuela de pensamiento. Sí está en cuestión, en cambio, que podamos revivir tradiciones respetables de pensamiento, tradiciones que permitan afirmar con integridad los fundamentos básicos de una sociedad abierta y decente. Por lo demás, si no queremos que estas preguntas se le planteen en términos hostiles a la vida universitaria desde fuera, va siendo hora de plantearlas en serio desde dentro.