Columna publicada el domingo 21 de agosto de 2022 por El Mercurio.

La generación que nos gobierna ha vivido en la épica. La épica de la juventud rebelde, de las cervezas en la Federación, de las marchas y las consignas. La épica de haber pasado sin escalas de la calle al parlamento (olvidemos los pactos por omisión) y haber fundado nuevos colectivos. La épica de la candidatura festiva de “la Bea”, y pisarle los talones a la izquierda tradicional. La generación que está en el poder ha vivido en el vértigo, el vértigo de desafiar lo establecido, de superar los traumas del pasado e imaginar un país distinto, sin injusticias ni maldad. El vértigo de la utopía.

Esto explica el entusiasmo con el que recibieron el 18 de octubre. Creyeron ver la confirmación de todas sus elucubraciones. Allí estaba —¡al fin!—  el pueblo soñado, que despertaba tras la larga siesta de la transición, el pueblo que manifestaba su rabia sin complejos. No les importó la violencia ni la destrucción de nuestras ciudades: todo servía para alimentar el relato de una generación ansiosa de tejer su historia. Sebastián Piñera, un dictador; el carabinero de Panguipulli, un asesino sin derecho a nada; la primera línea, un puñado de héroes. Maniqueísmo a la vena. La pandemia prolongó su lucha cósmica contra el mal (“nos quieren matar”, “gobierno criminal”), e incluso acusaron constitucionalmente a un ministro por el grave pecado de haber querido volver a clases presenciales. Como si todo esto fuera poco, en la campaña presidencial dieron con un adversario a la altura de sus fantasmas: el fascismo no pasará. Boric triunfó con distancia, nos presentó a su perro Brownie (¿qué será de él?), pero la dinámica siguió su curso irresistible. Apenas asumido, el gobierno apostó el todo al nada al plebiscito, cual ludópata compulsivo: al día de hoy, el país es como una gran ruleta. Como fuere, el hecho es que se trata de una generación que lleva más de diez años embriagada en una interminable campaña.

El problema es que las campañas tienen una lógica singular. En simple, producen una distorsión a la hora de percibir la realidad, porque todo se mira desde un solo lugar: el triunfo electoral. De allí la épica y el vértigo constantes. Pero esa perspectiva pierde de vista otras dimensiones fundamentales de la política. Por de pronto, infinitos aspectos de la vida social quedan en la penumbra, porque no son funcionales a la victoria. Por otro lado, se olvida que la dimensión cooperativa es tanto o más importante que la lógica del conflicto. Si en la campaña se trata de ganarle al adversario, fuera de ella el objetivo es más bien contrario: sumar, convocar y conversar. Por eso, en democracia, los tiempos de campaña son acotados. No votamos todos los años, porque ninguna sociedad soporta esa agitación constante. Una campaña interminable no puedo sino enajenar a quienes viven en su burbuja.

Todo esto permite comprender por qué el 5 de septiembre puede ser visto como uno de los días más inciertos de nuestra historia. Ese día, por primera vez, la generación de la épica y del vértigo, del sueño y la esperanza, se verá obligada a interrumpir su campaña. Por primera vez, tendrá que hacer una pausa para asumir la rutinaria y tediosa realidad. Cuesta verlo, porque la ilusión óptica nos afecta a todos, pero la verdad es que esta generación no tiene nada parecido a un programa en las materias que más preocupan a los chilenos: seguridad, migración, economía, salud y pensiones. No hay plan alguno para la Araucanía, no hay ninguna visión del problema migratorio, no tienen la menor idea de qué hacer con los 3 millones de usuarios de las isapres, y así.

Alguien podría objetar que la Nueva Constitución es el camino para avanzar en esas —y otras— materias. Sin embargo, el texto adolece de las mismas dificultades que hemos mencionado: mucho voluntarismo, mucha causa dispersa, poco más. Cabe agregar que, en caso de ganar el Apruebo, el gobierno no la tendrá nada fácil, por dos motivos. En primer término, se iniciará una guerrilla parlamentaria en torno a las leyes de implementación que consumirá todo lo que queda del período presidencial (basta una rápida lectura a las disposiciones transitorias para darse cuenta). En segundo lugar, la multiplicación de expectativas será difícilmente manejable. ¿Cómo explicará el gobierno que cumplir todas las promesas tomará mucho tiempo, y que un texto constitucional tiene un alcance limitado? ¿Habrá alguien dispuesto a cumplir esa tarea ingrata?

De ganar el Rechazo, esta generación tendría —por primera vez— la experiencia del fracaso. Es más, puede pensarse que parte del oficialismo ha caído en la desesperación precisamente porque ignora el rostro de la derrota: es el temor a lo desconocido. Por esta razón, el Presidente ha dilapidado una porción significativa de su capital político en un plebiscito incierto, disminuyendo su capacidad de acción el día 5 en caso de perder. Cuando más necesitaremos a la Presidencia de la república, más dañada estará la institución. Cada cual tiene su legado.

En la historia de los últimos cien años, hay dos personeros que enfrentaron con éxito desafíos análogos a los que enfrentará Gabriel Boric el 5 de septiembre: Arturo Alessandri y Patricio Aylwin. Ambos tenían décadas de vida política y parlamentaria, decenas de derrotas en el cuerpo y un arraigo nacional que ya se querría cualquier frenteamplista. Hasta ahora, nada indica que Gabriel Boric esté a la altura del desafío. Tal es nuestra tragedia.