Columna publicada el viernes 15 de julio de 2022 por Ciper.

Sobre Mundos habitados (Random House, 2022), primera novela del chileno Roberto Merino: «En pocos trazos y escenas, el autor logra dar cuenta de ese hábitat particular de una antigua clase alta venida a menos. No es la decadencia ominosa de José Donoso o el desplazamiento social de Germán Marín, sino un simple irse quedando atrás, un regusto de que las cosas parecen estar yendo a otro ritmo.».

El conjunto de la obra de Roberto Merino (Santiago, 1961) parece ir, libro a libro, dibujando no solo un cierto modo de observar su entorno, sino también un estilo muy propio. Apoyada fuertemente en la crónica —el género más cultivado por el autor—, su prosa fragmentaria y personalísima suele desvariar en torno a sus lugares y sus recuerdos de manera a veces caprichosa. Mundos habitados, su primera novela, no se estructura alrededor de una trama que se imponga y conduzca los hechos, sino alrededor de una serie de viñetas que muestran un mundo desde la perspectiva de un niño (y, luego, adolescente). Como bien dice el narrador: «La existencia de un hombre puede ser comprimida en un caos de imágenes superpuestas». Ese ejercicio, haciendo gala de su fragmentación, logra mostrar una creciente conciencia de sí del narrador, pero tropieza cuando, hacia el final, no logra cerrar del todo el camino recorrido por su protagonista.

La obra se divide en quince capítulos, la mayoría de ellos bajo el título de un año específico, que van desde 1964 a 1977. Así, somos testigos del crecimiento y la maduración del personaje principal, quien relata en primera persona el descubrimiento de los espacios y las personas a su alrededor. Ambientada en un Santiago que se fue, Mundos habitados no intenta contar los grandes hechos políticos y sociales de una década convulsa; por el contrario, el centro de la narración está puesto en una conciencia infantil que va delimitando los contornos de su propia personalidad, ampliando los límites de su mundo y explorando las posibilidades que se abren frente a él.

La vida del protagonista —llamado, como el autor, Roberto Merino— transcurre en una casona en el centro de Santiago, en una época en que las antiguas élites abandonaban los barrios tradicionales para habitar el sector oriente de la capital. Así, la casa familiar está cruzada por una sensación de anacronismo: espacios enormes imposibles de calentar con unas tímidas estufas a parafina, corredores de otro tiempo atravesados por los sonidos de la televisión vista en familia, una puerta señorial de vidrios empavonados desde donde se observa el trajín de la calle y, años después, el tránsito de los militares que controlan el toque de queda. En pocos trazos y escenas, Merino logra dar cuenta de ese hábitat particular de una antigua clase alta venida a menos. No es la decadencia ominosa de José Donoso o el desplazamiento social de Germán Marín, sino un simple irse quedando atrás, un regusto de que las cosas parecen estar yendo a otro ritmo.

La gran virtud de Mundos habitados radica en un elemento sutil del relato. Si el primer capítulo, “Tiempo ido”, hunde sus hilos en la estirpe familiar, los que lo siguen —“1964”, “1965”, y así— van construyendo poco a poco un individuo, con conciencia de sí y de su entorno. El lenguaje es la herramienta por medio de la cual se configura una personalidad: ya no hay, como al inicio de la novela, una visión impresionista de los elementos que lo rodean, sino un mundo con contornos crecientemente precisos y definidos. Como dice el narrador a propósito del niño que, aterrado, recorría los pasillos oscuros de su casa en busca de sus padres: «Quizás fue esa vez la primera en que sentí los bordes del yo, en los ojos cerrados y en la mandíbula rígida. Atrapado por el miedo». Luego de definirse a sí mismo, ese niño va ampliando los lugares por los que deambula, integrándose en un escenario cada vez más complejo, pero siempre circunscrito a la ciudad:

«No me interesaba el campo ni el desierto. Me sentía feliz de habitar un mundo civilizado, hecho de unos cuantos barrios urbanos y de balnearios junto al mar, con juventud alegre, con vida social en las noches, con espectáculos, con luces, con guirnaldas, lo que fuera.»

La soledad infantil y la incomodidad adolescente se van desarrollando en un ambiente lleno de guiños de época, aunque el mundo que lo rodea experimenta una incipiente modernización: en la ciudad ya no hay caballos, el viejo teléfono se cambia por un moderno aparato y las mesas de las fuentes de soda comienzan a ser enchapadas con una brillante formalita naranja. El niño de diez años conoce, por un lado, el deseo («no conozco otra edad en que las miradas provocaran ensoñaciones tan intensas»), pero también a sí mismo: «Tenía diez años, una chaqueta de gamuza verde, pantalones de cotelé. Me peinaban mucho antes de salir, aunque fuera a dos cuadras. Creo haber sido, en una calle vieja, junto a una cortina metálica cerrada y a un farol mortecino de 1972, por primera vez Roberto Merino, el individuo que suscribo hoy». El camino a la adolescencia se recorre con algo de dolor: no por la situación política nacional —a fin de cuentas, el golpe de Estado es simplemente un día en que se escuchan distintas radios con más atención, mientras todos en su casa hablan en susurros—, sino por la incomodidad consigo mismo, vestido con ropas heredadas, tímido y con un cuerpo que parecía crecer a destiempo.

La incomodidad del protagonista parece ser manifestación de dimensiones más profundas. Por un lado, la dificultad de encontrar un modo de describirse en primera persona. De ahí lo importante que es cuando los demás comienzan a verlo y reconocerlo como otro, como un igual: «Me parece que las personas nunca dejan de agradecer esos momentos de la infancia en que los adultos les dieron un trato directo, horizontal, sin didactismos ni payasadas ni burlas». Otra dificultad es geográfica, signada en el hecho de que sus primos y tíos ya no viven, como ellos, en el centro de la ciudad, y que lleva a Roberto a deambular por distintos barrios en búsqueda de algo propio (y de ahí, quizás, el observador urbano experimentado que identificamos con el autor).

Las notas altas de Mundos habitados se encuentran en esa búsqueda de una identidad, de un lugar de pertenencia y, a fin de cuentas, de un lenguaje por medio del cual dar cuenta de sí. Y aunque el narrador es explícito a la hora de distanciarse de una pretensión de verdad objetiva («frecuentemente uno se miente a sí mismo al recordar. No se trata de mentiras alevosas sino de distorsiones propias del funcionamiento de la memoria»), la voz narrativa logra constituir a un sujeto particular que, con sus miedos e inseguridades, termina por lograr su cometido.