Columna publicada el domingo 10 de julio de 2022 por La Tercera.

“Confío en la sabiduría del pueblo chileno” afirmó el presidente Gabriel Boric en cadena nacional el lunes 4 de julio, poco después de recibir la propuesta de nueva Constitución por parte de la Convención. Sus palabras, que apelan al valor insustituible del juicio de toda persona en democracia, resuenan sin embargo en medio del desierto en un mundo que, justamente, parece recelar de ese juicio. Aspiracionales, fachos pobres, racistas, clasistas, ignorantes o manipulados por los poderosos, son algunos de los adjetivos acusadores que hemos escuchado estas semanas respecto de aquellos que se inclinarían por el Rechazo en el plebiscito del 4 de septiembre. Expresión de un desprecio arraigado, vemos volver en gloria y majestad un extendido gesto en políticos e intelectuales que, al constatar que la posición del otro no calza con la propia, no les queda otro recurso que la descalificación.

Y es que hay un grupo al interior del Apruebo que nunca ha confiado en la sabiduría del pueblo, aunque se llene la boca con él. Pasa así de la tesis del despertar –cuando ese pueblo coincide con su agenda– a reducirlo a mera expresión de la dominación si es que piensa diferente; no hay nunca en cambio reconocimiento de su agencia. Basta ver cómo funcionó la propia Convención. Los recelos ciudadanos con la plurinacionalidad o el pluralismo jurídico no partieron hace pocas semanas, sino que aparecieron a inicios de este año, en plena discusión de las normas. Pero esos ruidos fueron presentados como un nacionalismo retrógrado o un racismo escondido; en el mejor de los casos, como un temor infundado que era azuzado por los medios manejados por las elites conservadoras. Nunca se plantearon que en esa distancia pudiera haber algo relevante de considerar. Nadie se preguntó si acaso en el hecho de que Chile fuera una sola nación había una fuente de identidad valorada y movilizadora o si en grupos que sistemáticamente experimentan el acceso desigual a la justicia había prevenciones justificadas. La Convención, autoerigida como infalible portavoz de los excluidos, solo vio allí miedo atávico y enajenación. El juicio de la gente común, su sabiduría y experiencia, no importó a la hora de contener y poner límites al diseño imaginado, pues este sería el encargado no solo de echar a andar las transformaciones institucionales requeridas, sino las de la propia sociedad que debía superar sus identidades y valoraciones obsoletas.

Pero prefirieron hacer oídos sordos, y por eso hoy su campaña se basa no tanto en convencer, como en dar explicaciones. El problema es que mientras intentan contener los miedos, continúa la descalificación y el desprecio. Un desprecio que probablemente solo crezca si es que se descubre que el ciudadano común tal vez no lea el texto para definir su postura. ¿Qué harán en ese caso? ¿Confirmar una vez más su prejuicio ilustrado o preguntarse al fin si acaso hay ahí igualmente un juicio razonable y fundado? Quizás sea el momento de volver sobre las palabras del presidente y escapar a la instalada desconfianza en la sabiduría del pueblo, para reconocer en sus distancias y enojos una voz de exigencia sobre promesas incumplidas. Porque si gana el Rechazo ese 4 de septiembre, será demasiado tarde para hacerse estas preguntas: la ciudadanía habrá usado otra vez su voto como castigo, vengándose de quienes en apenas tres años pasaron de la insultante imagen de Chile como un oasis a su despectiva reducción a un mero despojo, sin considerar nunca la experiencia de aquellos que todos dicen reivindicar.