Columna publicada el domingo 10 de julio de 2022 por El Mercurio.

Esta semana, Ricardo Lagos confirmó —si alguien tenía dudas— que su talento político sigue intacto. Entiendo por talento político algo que excede la mera astucia: Lagos es mejor político porque mira más lejos; y, si me apuran, ve más lejos porque arranca desde más atrás. De hecho, si hay una dimensión llamativa de sus intervenciones es precisamente su plena conciencia de estar inscrito en la historia larga de Chile.

Pocas cosas parecen haber irritado tanto al ex mandatario como la voluntad mesiánica de algunos constituyentes, que pensaron que era posible re-dibujar una nación con un texto. En rigor, Lagos ha hecho valer su libertad de espíritu, y no está dispuesto a aprobar un texto sólo porque sería “de izquierda”. Dicho argumento no está a la altura ni de su inteligencia ni de su trayectoria. Si la propuesta le parece “partisana” y plagada de dificultades, no está disponible para defenderla. Para decirlo de otro modo, el ex Presidente no jugará en la cancha rayada por la Convención; es más, aspira a volver a rayarla por sí mismo —tal es el rasgo de los grandes políticos—.

El gesto es crucial para la centroizquierda, porque la libera del chantaje psicológico al que dicho sector se ha sometido libremente durante más de una década. Después de todo, el Frente Amplio construyó su identidad a partir de una crítica despiadada a los 30 años, y la Concertación fue el símbolo de todo aquello que los jóvenes despreciaban. Con todo, la gran hazaña fue haber convencido a los actores de la transición de ese diagnóstico falaz. El mundo de la Concertación se derrumbó no porque un puñado de rebeldes los cuestionara, sino porque ellos mismos creyeron ese cuestionamiento. Una vez concedido el punto, el sorpasso era cuestión de tiempo.

Debe decirse que Ricardo Lagos no fue completamente ajeno al proceso, y en su minuto tuvo frases poco felices en esa dirección. Con todo, dicha ambigüedad sólo refuerza la importancia de su última decisión: aún quedan liderazgos relevantes dispuestos a defender los 30 años, y a negar el supuesto carácter irresistible del chantaje de la nueva izquierda. Si la Convención intenta que veamos al plebiscito como un dilema entre “Pinochet o nosotros”, Lagos retruca que no tiene sentido remedar enfrentamientos fratricidas. La pregunta está mal formulada, pues sólo tiende a acentuar la polarización; y la centro-izquierda no tiene ninguna obligación moral de aceptar todo lo que proponga el PC. No se trata, en su perspectiva, de apoyar una u otra alternativa, sino de mostrar la radical insuficiencia de ambas.

Es una enorme paradoja, pero Lagos está llenando el vacío dejado por el Presidente en ejercicio. Alguien debe darle conducción al 5 de septiembre, y si Gabriel Boric se niega a hacerlo, pues bien, él puede al menos mostrar un camino. La crítica implícita al primer mandatario es brutal, por haber privilegiado sus intereses electorales de corto plazo sobre la responsabilidad política. En ese contexto, el desafío que Lagos propone para ambos bandos consiste en transparentar los planes para el día después. En el caso del Apruebo, el reto es particularmente delicado. Por de pronto, el “Aprobar para reformar” tiene una debilidad estructural, pues supone hacer campaña por un texto que se admite como defectuoso, lo que no resulta muy persuasivo. Además, la propuesta establece una serie de candados —trampas, habrían dicho en otros tiempos— que no facilitan los cambios. Pero lo más complejo viene por otro lado: no hay nada parecido a un acuerdo al interior de las izquierdas respecto de cuáles serían las reformas indispensables y, de hecho, hay varios que se niegan desde ya a introducir cualquier modificación sustantiva (es probable que esta división exista al interior del gabinete). Las exigencias de Lagos, en definitiva, son inaceptables a ojos de los refundacionales, quienes ven nuestro pasado como una mera suma de despojos (Elisa Loncón dixit). No parece haber punto de encuentro entre ambas tesis, pues se fundan en valoraciones divergentes del pasado. Si el oficialismo no resuelve el acertijo, le será muy difícil remontar la tendencia dominante.

Para la oposición, el desafío es —aparentemente— menos arduo. Se trata de proponer un camino viable y realista en caso de triunfar el Rechazo. En este punto, la gran tentación será seguir los viejos reflejos inmovilistas, y suponer que un triunfo del Rechazo supone algo así como un regreso a los noventa —tal como fue leído el triunfo de Sebastián Piñera el 2017—. Por lo mismo, resulta indispensable consolidar un compromiso sustantivo de cambio constitucional, que incluya itinerario, plazo y contenidos. Dado que el oficialismo no está en condiciones de ofrecer nada análogo, acá reside la ventaja estratégica que tiene hoy el Rechazo.

En cualquier caso, el rasgo más relevante de las palabras del ex Presidente es la constatación de que, más allá del resultado del plebiscito, el actual proceso fracasó. Esa afirmación explica la reacción desesperada de la nueva izquierda, dispuesta a cualquier cosa con tal de no reconocer la farra monumental en la que estuvo involucrada. Por lo mismo, persistirá en estado de negación. Que sea Ricardo Lagos quien les anuncie la mala noticia es simplemente intolerable para su narcicismo identitario y su inocencia inmaculada. En el fondo, Lagos les duele porque les dice la verdad respecto de sí mismos. Lagos les duele porque es adulto. Ya era tiempo.