Columna publicada el lunes 18 de julio de 2022 por La Segunda.

Es muy positivo que —al fin— el presidente Boric acepte la posibilidad del triunfo del Rechazo. Mucho más discutible, en cambio, es el camino alternativo que planteó, asumiendo que en ese caso “vamos a tener que prolongar este proceso por un año y medio más”, a resultas de una nueva Convención. Lo que “va a pasar” ahí no es evidente y depende, como bien sabe el primer mandatario, de un acuerdo transversal entre las distintas fuerzas políticas con representación parlamentaria. ¿Por qué, entonces, dijo lo que dijo?

Hasta ahora, se habla de un (temerario) intento de subirle los costos al Rechazo apostando a la “fatiga constituyente” de la ciudadanía. Me temo, sin embargo, que la estrategia es demasiado rebuscada. Dicho de otro modo, aún si a eso apuntaban los ministros Jackson y Vallejo —los aparentes ideólogos del artilugio—, la afirmación de Boric revela una disposición más de fondo; una disposición bastante extendida en los políticos y columnistas jugados por el Apruebo. 

En términos simples, se trata de creer que hay una sola manera legítima de enfrentar la cuestión constitucional: la de ellos. Si la sociedad chilena demanda cambios, pues bien, el texto de la Convención los ofrece. O eso o nada. Sería el caso de la paridad, la relación con los pueblos indígenas y —siguiendo la entrevista de Boric— la forma de originar un nueva Constitución. El argumento tiene su fuerza, en la medida en que se basa en inquietudes reales, pero es errado. Porque el desafío constitucional no implica sólo constatar dificultades o tareas pendientes, sino también ofrecer arreglos institucionales adecuados, aptos para generar amplios consensos y, sobre todo, para ayudar a superar dichas dificultades; no a profundizarlas.

Por mencionar el ejemplo más claro, es verdad que nuestro país tiene una deuda histórica con sus pueblos originarios, pero eso no justifica consagrar una plurinacionalidad con autonomías territoriales indígenas, escaños reservados en los distintos niveles del Estado, exigencia de consentimiento —no sólo consulta— cuando se afecten los derechos de esos pueblos y una inédita restitución de tierras (de la mano de una comisión presidencial fijada en las disposiciones transitorias).  

Nada de esto es trivial: defender a priori cualquier modificación es al menos tan obtuso como apoyar el statu quo sin motivos suficientes. Hoy la pregunta relevante no es si Chile tiene carencias o necesita un cambio constitucional —es obvio que sí—, sino qué evaluación merecen la Convención y su propuesta. El sentido del plebiscito de salida no es otro que aprobar o rechazar ese texto. Y si definitivamente se impone este último escenario, habrá que sacar las lecciones del caso. El presidente Boric debería tomar nota de ello.