Columna publicada el domingo 24 de julio de 2022 por La Tercera

Informar. Así ha presentado el gobierno su estrategia de campaña para el plebiscito. La apuesta es inteligente, pues le permite eludir su prescindencia en el gesto pretendidamente neutro de difundir el texto y llamar a votar. Sin embargo, la estrategia muestra rápidamente sus fisuras, sobre todo al constatar una expectativa escondida en el discurso del Presidente y sus ministros: esperan que la lectura de la propuesta de nueva constitución conduzca inevitablemente a la adhesión. Como si fuera un texto unívoco, el Ejecutivo piensa que la tarea es informar, pues lo que habría rodeado este debate serían fundamentalmente noticias falsas. Así, el desafío no es tanto fomentar una conversación en torno a las distintas interpretaciones posibles del texto ofrecido por la Convención, sino más bien hacer frente a las mentiras que se habrían dicho sobre él. Como ya es costumbre, no hay críticas o dudas legítimas por las que valga la pena potenciar el debate; basta apenas con informar. 

Las fisuras se revelan también en lo difícil de justificar una supuesta agenda de información neutral. Fue el propio gobierno el que ató explícitamente su destino al de la aprobación de este texto, y es evidente su simpatía con la propuesta. En principio, eso es legítimo, pero usar la maquinaria del Estado para una ofensiva como la desplegada esta semana los deja en una zona gris que puede volverse muy compleja. Que hoy recorran el país haciendo puerta a puerta por un texto frente al cual todos conocen su valoración, despierta inevitablemente recelos y sospechas, pues es delgada la línea que separa la información de la propaganda. Sobre todo haciendo uso de la fuerza simbólica de la imagen del Presidente de la República. Y no es claro que el gobierno sea consciente de ello. Ni que le importe.

Pero su estrategia no termina acá. A fines de la semana pasada el Presidente abandonó al fin el pensamiento mágico y se abrió no sólo a la posibilidad de que triunfe el Rechazo el 4 de septiembre, sino también a reconocer que en ese caso el proceso de cambio constitucional continúa. Pierde así el recurso del retorno a la “constitución de los cuatro generales”, pero lo reemplaza por el cansancio: si gana el Rechazo, hay que empezar todo de nuevo, Convención incluida. Así, el Presidente apuesta ahora a la amenaza de la incertidumbre generada por el alargue de este proceso, y al agotamiento con una instancia que frustró todas las expectativas puestas sobre ella. La estrategia puede tener sentido, pero se hace a un elevado costo: la renuncia a toda épica en una campaña donde sería la extenuación y el temor los que impulsen a la ciudadanía a aprobar el texto. La cosa es ganar como sea.

Nada permite asegurar que la estrategia del gobierno sea ineficaz. Pero es arriesgada. El protagonismo que el Presidente y sus cercanos han decidido asumir harán cada vez más difícil la prescindencia, exponiéndose a un distanciamiento ciudadano cuyo apoyo se ha vuelto esquivo. Para la gente, agotada con la Convención, esta apuesta puede ser vista como un abandono de todos los demás ámbitos del gobierno, donde por momentos parece reinar el más completo desorden. En cualquier caso, ningún escenario parece demasiado alentador para La Moneda: en caso de que gane el Rechazo, el presidente será el primer derrotado; de ganar el Apruebo, habrá sido a costa de una adhesión sostenida en la resignación y el cansancio. Tal vez no valga tanto la pena ganar como sea, sino concentrarse en conducir un presente cuyos conflictos no tienen margen de espera. Al fin y al cabo, es ahí que se juega el futuro del gobierno.