Columna publicada el domingo 12 de junio de 2022 por La Tercera.

El valor del dinero moderno se sostiene en la confianza de las personas. Por eso se llama “fiduciario”. Son papeles respaldados por el prestigio económico de la organización política que los emite. La inflación ocurre cuando se genera una desproporción entre el volumen de dinero circulando y la cantidad de bienes ofertados en el mercado. Un aumento importante de la masa monetaria o un déficit importante de productos tiene por efecto un alza sostenida de los precios. Y esta alza, pasado cierto umbral, comienza a alimentarse a sí misma, pues las personas pierden confianza en el dinero, y esa desconfianza se convierte en un creciente costo de riesgo que se traslada a los precios. Así, si algo vale 1000 pesos, pero hay un riesgo cierto de que el billete de 1000 tenga en una semana el poder de compra de 800 pesos de hoy, el vendedor aceptará ese riesgo cobrando 1200, y el comprador aceptará ese precio porque prefiere deshacerse lo antes posible de un dinero que cada hora vale menos. En los casos en que el nivel de riesgo se sale de madre (es decir, cuando es razonable esperar que el billete de 1000 mañana tenga el poder de compra de 1), el dinero muere. Ya nadie lo acepta. “When Money Dies” de Adam Ferguson, que explora la brutal experiencia de la hiperinflación en la República de Weimar, es un excelente relato para comprender el fenómeno inflacionario desde su caso extremo.

Ahora, no toda presión inflacionaria se encamina necesariamente hacia la hiperinflación. En dosis moderadas, de hecho, puede estimular el crecimiento económico, acelerando la circulación. Incluso algunos teóricos han argumentado que ciertas formas de inflación pueden operar como una promesa colectiva hacia el futuro: se distribuye en el presente dinero sin redistribuir valor, pero con el ideal compartido de crecer hasta que el papelito se vuelva valioso. Algo así como cuando una empresa que pasa por momentos difíciles le ofrece a sus trabajadores pagar parte de sus sueldos con acciones que valen poco y nada en el presente, comprometiéndolos a fondo con el destino de la empresa. Sin embargo, pasa también que una economía se encuentre bajo una importante presión inflacionaria -sin que sea una espiral catastrófica- y su crecimiento se vea estancado. Esta calma chicha se denomina “estanflación”. Y es un concepto que escucharemos cada vez más seguido, pues en eso anda Chile.

Como se ve, una comunidad política que tiene confianza en su futuro común es capaz de enfrentar con éxito los problemas de la inflación, convirtiéndolos incluso en abono para un mejor mañana. Un país políticamente quebrado, en cambio, no tiene esa capacidad. Al revés, ya que nadie confiará mucho en los dirigentes políticos, suele pasar que se transforma la relación con la autoridad desde una lógica ciudadana a una transaccional. Los representantes ofrecen plata a cambio de votos, y esa plata la imprimen o la sacan de los ahorros de las propias personas, generando más inflación y profundizando, al mismo tiempo, la desconfianza. El show de los retiros provisionales, en el que estuvo involucrado el propio Presidente -que ahora se atreve a dar cátedra sobre “responsabilidad fiscal” en Norteamérica-, es un caso de manual de esta decadencia. Show que se hizo mintiendo sin vergüenza alguna a la ciudadanía -asegurando que toda la inflación venía de afuera no más- y que ahora queda en evidencia (la inflación en Chile está muy por sobre la mundial, y se explica en 2/3 por factores locales), haciendo ver todavía más despreciable a nuestra clase política, cuya reacción instintiva es subir más el ofertón todavía (¿cómo interpretar sino la primera cuenta pública presidencial, llena de promesas sin respaldo económico?).

En este escenario, un cambio constitucional podría, en teoría, ser algo positivo. Una especie de renovación de nuestros votos republicanos. La afirmación de que somos una comunidad con un destino común, y que debemos trabajar juntos para alcanzarlo. Sin embargo, el proyecto constitucional elaborado por la Convención rema en sentido contrario: desmembra Chile en más de una decena de comunidades políticas y pretende imponer a los chilenos un régimen faccioso y económicamente inseguro. Como proyecto de unidad nacional ya fracasó, convocando la lealtad de un porcentaje mediocre de la población, muy lejos del 80% de entrada. ¿Cómo no va a ser razonable, entonces, buscar otro camino constitucional que alcance ese 80%? ¿No se da cuenta la izquierda de lo dañino que es hacer esto mal?